jueves, 24 de noviembre de 2016

I Domingo de Adviento




la esperanza cristiana

       El cristiano debe vivir los misterios de la Historia de la salvación, entre los que ocupa un lugar importante la esperanza de la plena salvación. La esperanza está presente en esta Historia desde el primer momento. De cara al futuro Dios promete a Abraham que en él serían bendecidas todas las familias de la tierra  (Gen 12,3) y todos sus descendientes vivieron esperando el cumplimiento de esta promesa que, en el decurso del tiempo, se fue concretando en el Mesías (1ª lectura). Pero cuando llegó el cumplimiento, no todos estaban preparados y supieron reconocer el Salvador enviado por Dios.

       Al celebrar el nacimiento de Jesús, la Iglesia invita a compartir esta vivencia de la esperanza, pero lo hace en un contexto histórico y real. El Esperado, vino, dio su testimonio entre nosotros, murió, resucitó y sigue presente entre nosotros hasta que su presencia salvadora llegue a su plenitud en la Parusía. El cristiano es el hombre que espera esta plenitud salvadora de Jesús y lo hace sabiéndose acompañado ya de su presencia, convirtiendo la vida en un esperar su venida en todos los acontecimientos, en un recibir constantemente al Salvador hasta que transforme nuestra personalidad. Ante esto tiene que vivir vigilando  (2ª lectura y Evangelio):  Mira que estoy a la puerta llamando; si uno oyere mi voz y abriere la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo (Apoc 3,20). La Iglesia primitiva expresó muy bien esta faceta de su esperanza con la invocación aramea maranatha, que admite dos lecturas según como se divida la expresión en dos palabras: maran atha (presente indicativo): nuestro Señor “viene”, está viniendo o  marana tha  (imperativo), Señor nuestro, “ven”. Confesamos que el Señor sale a nuestro encuentro en todo acontecimiento y deseamos la plenitud de su venida.

       En este contexto la vivencia de la virtud teologal de la esperanza es básica en la vida cristiana. Es una esperanza que se apoya en la fe y se traduce y alimenta la caridad. Si en el plano meramente humano la esperanza es el motor que mueve a las personas, igualmente en la vida cristiana. Por eso en este tiempo la Iglesia nos invita a fortalecer la vivencia de la esperanza teologal.

       Esperamos como Iglesia la plenitud de la salvación personal y de la humanidad compartiendo la felicidad trinitaria, en comunión con todos los hombres que han recibido la salvación: Ni el ojo vio ni el oído oyó lo que Dios prepara para los que le aman (Is 64,4; 52,15; 1 Cor 2,9). El fundamento de esta esperanza es la fe en las promesas de Dios, que ciertamente se cumplirán. Ya han comenzado a cumplirse parcialmente con la muerte y resurrección de Jesús, lo que refuerza nuestra fe y esperanza, pero todavía no han llegado a su plenitud, que  llegará  con su Parusía. Por esto la Iglesia invita a leer estas promesas y nos las recuerda en este tiempo en las primeras lecturas de la misa.

       Esto distingue radicalmente la esperanza cristiana de las expectativas humanas. La expectativa  humana se fundamenta en la naturaleza o situación de la persona o cosa: “con esta cantidad se puede comprar razonablemente esto y esto”. La esperanza se funda en la promesa divina, cuyas palabras no pasarán (Mc 13,31 par). Es importante esta distinción para evitar el pesimismo ante la situación actual de la Iglesia o de la humanidad, negativa desde el punto de vista de las expectativas humanas, pero positiva desde el de la esperanza.

       Vivir la esperanza implica vigilar (2ª lectura y Evangelio), primero estando atentos para recibir a Jesús que constantemente viene a nuestro encuentro de distintas formas, en la Eucaristía, en los pobres y necesitados, en todos los hombres... Por otra parte, luchando contra dos peligros: rebajar las promesas de Dios y poner imposibles en nuestra vida, ante nuestras experiencias negativas o fracasos personales.

       La Eucaristía celebra muy bien el momento presente: Ya está aquí la salvación con la muerte y resurrección de Jesús, pero todavía no ha llegado la plenitud, para la que el mismo Jesús nos acompaña y alimenta.

Rvdo. don Antonio Rodríguez Carmona


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