viernes, 18 de noviembre de 2016

Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo



venga tu reino

        El final del año litúrgico evoca a la Iglesia el final de la Historia de la salvación, que culminará con la plenitud del reinado de Dios Padre y de su Hijo Jesucristo.

En la Antigua Alianza Dios puso al frente de su pueblo reyes, primero a Saúl y después a David para que en su nombre gobernaran a su pueblo, cuidando especialmente la justicia y los derechos de los pobres. Para ello se les “ungía” para significar que Dios los capacitaba para actuar en su nombre (1ª lectura). El segundo de ellos, David, quiso construir un templo a Dios, pero Dios no aceptó este propósito porque sus manos estaban manchadas de sangre; ante su buen deseo le  prometió un trono perpetuo (1 Sam 7). Sus descendientes lo hicieron mal, por lo que el pueblo empezó a esperar un hijo de David ideal que de verdad reinara en nombre de Dios. Era una esperanza del sentido religioso nacionalista, que asignaba a este hijo de David la tarea de establecer un gran imperio con centro en Jerusalén.

Pero los planes de Dios iban por otro camino. Si reinar es ejercer un poder, lo propio del mandar de Dios padre es ejercer un influjo paternal, cuyo fruto necesario es convertir al hombre en hijo suyo en un contexto de amor, y a la humanidad en una gran fraternidad en que reine la paz, la justicia y la felicidad, sin dolor ni muerte.

        Al servicio de esta tarea  está la misión del Hijo, Jesucristo, que es rey al servicio del reino del Padre (Evangelio). Se hizo hombre para hacerse solidario de todos los hombres y convertirse en su representante ante Dios padre. Desde ahora todo lo que él haga vale para él y para todos los hombres. Su vida fue un sacrificio existencial consistente en hacer la voluntad del Padre por amor, que se tradujo en proclamar el plan del Padre y hacerlo posible con su entrega hasta la muerte. El Padre aceptó esta ofrenda, glorificándole a él y a todos lo que representaba, a toda la humanidad.

Así ha adquirido  para todos los hombres el derecho de ser hijos de Dios y miembros de la nueva familia. El Padre nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación… El principio, el primogénito de entre los muertos para que sea el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas (2ª lectura). Jesús hace realidad el reino de Dios perdonando los pecados y transformando el corazón del hombre, que debe colaborar en un proceso que culminará en su resurrección.

        Al servicio de su obra, Jesús ha creado la Iglesia, integrada por todos los que ya viven en la esfera del reino y la ha enviado con la misión de invitar a toda la humanidad a integrarse. La Iglesia primitiva lo entendió muy bien al aplicar a la resurrección de Jesús el salmo 110,1: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies. Jesús ya tiene todo poder salvador  y ahora lo está ofreciendo a todos los hombres hasta que llegue el momento de su parusía en que culminará esta tarea con la salvación plena de todos los que han aceptado la realeza de Dios, viviendo como hijos suyos. Es el momento que celebra hoy la Iglesia.

        La fiesta de hoy, por una parte, invita a echar una mirada optimista sobre la historia; a pesar de todos los males presentes, el mundo camina hacia una meta de salvación. Por otra parte, urge a renovar el compromiso de vida filial y fraternal para mantenerse dentro del Reino, pues al final seremos examinados precisamente de vida filial y fraternal, de amor (Mt 25,31-46) y, junto a esto, urge a vivir como testigos, ofreciendo la salvación y trabajando por un mundo más fraternal y solidario, que sea reflejo del mundo futuro.

        La Eucaristía nos sitúa en el momento presente, recordando su muerte y resurrección y esperando su venida gloriosa (anáfora III). El Señor resucitado sigue ofreciendo su cosecha salvadora para que la acojamos y llevemos a los demás, y nos alimenta para ello, mientras llega el momento de su manifestación gloriosa. Acogiendo la invitación de Pablo, damos gracias a Dios Padre que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido.


Rvdo don Antonio Rodríguez Carmona

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