La historia de la humanidad es el relato de un largo éxodo, una inacabada peregrinación hacia una tierra nueva en donde la bondad y la belleza que perdimos en aquel primer edén, puedan ser otra vez acogidos para siempre sin traición ni sobresalto. Según el viejo y ancestral relato de la creación en el libro del Génesis, el hombre y la mujer fueron expulsados, o mejor, autoexpulsados de un jardín en el que la armonía, la paz y la concordia presidían todas las miradas, latían en todos los pálpitos, y fundamentaban las relaciones con el mismo Dios Creador, con quien paseaban a la hora de la brisa cada atardecer. Pero también entre Adán y Eva existía esa relación amable y amorosa de saberse iguales en su diferencia, complementarios en sus anhelos y necesidades. E, incluso, la misma vida se hacía cómplice de esta serena convivencia entre todos los seres cuya presidencia el Señor había querido asignar precisamente al hombre y a la mujer. El punto de quiebra, verdadera inflexión en esa historia, lo introduce lo que llamamos “pecado original”, por ser el primero y el originante de todos los demás que han venido después como torpe comentario de la trasgresión de la inocencia del principio.
Dios ya no será el amigo con el que compartir paseo
vespertino y participación en su obra poniendo nombre a cada cosa, como Él
confió a Adán. Será más bien el rival y enemigo de quien hay que huir y
esconderse, tapándose las vergüenzas con una hoja de parra. El otro, se llame
Adán o se llame Eva, tampoco será ya la “ayuda adecuada” que nos corresponde
complementando lo que cada uno no puede o no sabe o le viene a faltar. Más bien
el otro será el objetivo de un señalamiento para poder imputar a los demás acusándolos
como culpables de los males que nos puedan acechar. Y la vida misma se tornará
hostil, de modo que habrá que trabajarla con el sudor de la frente, o habrá que
parirla con los dolores del parto. Así, en síntesis, se describe esa deriva que
nos dejó a la humanidad al pairo de los sobresaltos, contradicciones, miedos y
violencias diversas en una convivencia tocada y hundida de modo fatal.
Sin embargo, esta historia ha tenido otro punto de
inflexión que no se ha seguido de la insidia de quien engaña con sus mañas
consabidas como diablo de marras. El Creador quiso recrear su obra y restañar
las heridas de sus hijos proponiéndoles con calma y sin prisa un camino de
vuelta a la inocencia original. Así nos fue hablando por sus enviados como
padres y profetas que nos alertaban en cualquier circunstancia, nos animaban
con anuncios bondadosos o nos reprendían con sus denuncias sanadoras. Pero a un
cierto punto, ese acompañamiento a través de tantos desiertos y avatares
varios, se hizo especialmente intenso, definitivo y cierto, mandándonos a su
propio Hijo el bienamado, que sin dejar su condición divina se hizo hombre como
nosotros naciendo virginalmente de una doncella nazarena llamada María.
Cuanto Jesús nos dijo con sus palabras y nos mostró
con sus gestos, quedó en las manos de su comunidad, en la memoria viva que es
la Iglesia. Dos mil años de camino atravesando todos los espacios de un sinfín
de geografías, y abrazando todos los escenarios de cada historia en nuestros
sucesos escrita. La Iglesia es el hogar del encuentro con el Dios samaritano
que venda y cura mis heridas, es el ventanal al que asomarse cuando hay
horizontes que nos secuestran la libertad detrás de sus mentiras, es la casa encendida
en la que siempre luce una luz que no se apaga en nuestras oscuridades y arden
las brasas para compartir la mesa de la esperanza. No hay afueras humanas que
no hallen en la Iglesia la puerta de entrada, ni tampoco desviación o fuga que
no encuentren en ese hogar el punto de regreso para volver a la casa nutricia
donde nos esperan cada día. Un auténtico refugio que nos ofrece la acogida en
nuestras intemperies y la esperanza que no defrauda como un alba pascual que
amanece para mi dicha.
Es bueno recordar estas idas y venidas, estos aledaños
y periferias, para redescubrir el hogar que representa la comunidad cristiana
en el día de la Iglesia diocesana.
+ Fr. Jesús Sanz
Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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