Evangelio y predicación: he ahí el binomio inseparable. Sólo la vinculación al Evangelio libra al predicador de hablar de sí mismo y de sus cosas. Recordemos lo que dice san Agustín: “Quien no se aplica a escuchar en su interior
LA MEJOR PARTE
Por supuesto
que Dios continúa levantando en el mundo pastores según su corazón que, a su
vez, levanten y afirmen sobre sus pies, a las inmensas muchedumbres de vejados
y abatidos que malviven en todas y cada una de las naciones de la tierra.
Llamados por la fuerza de su Palabra, encuentran su lugar, al igual que María
de Betania, en el que pueden alargar sus oídos hacia su Maestro. Es por ello
que esta mujer, en su estar junto al Hijo de Dios, se nos presenta como un
espejo que les ayuda a reconocerse en su identidad de pastores. Saben que son
administradores de los Misterios de Dios
(1Co 4,1) que les son confiados por su Maestro por medio de su Palabra, su
Evangelio.
Hay además en
María de Betania, en su estar cara a cara con el Señor Jesús, una faceta, un
matiz, que abre un campo infinito de libertad a aquellos que sienten la llamada
a ser pastores como los que Dios busca: según su corazón. Podríamos definirles
también pastores según la Palabra que les ha sido confiada. Hablamos de la
libertad que nace del hecho de haber elegido, al igual que María de Betania,
“la mejor parte”, como testificó Jesús. La eligieron para ellos y para que su
servicio a los hombres tuviera como fundamento no su propia sabiduría sino la
que reciben de su Señor, como confiesa Pablo: “Pues yo, hermanos, cuando fui a
vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros
el misterio de Dios… Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los
persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del
Espíritu…” (1Co 2,1-4).
Justamente por
esta su diáfana y transparente libertad, así como por la persuasión interior de
haber sido enriquecidos por la Palabra y Sabiduría de Dios de cara a la
predicación, son y están inmunes a la lacra de la envidia, que no pocas veces
actúa como auténtico carcoma en el alma de tantos bautizados, sea cual sea su
servicio o carisma. Pablo llama a éstos pobres hombres “superapóstoles” (2Co
12,11).
No envidian
absolutamente a nadie, sea quien sea, haga lo que haga, ocupe el cargo que
ocupe, reciba los agasajos que reciba, pues son conscientes de que han
recibido, y también aceptado, elegido, la mejor parte, y están a gusto. No
envidian a causa de un ejercicio ininterrumpido de ascesis o sacrificios para
dominarse, no. Si no envidian es porque no tienen nada que envidiar; viven su
plenitud por el hecho de estar donde están y por hacer lo que hacen.
Están donde
están y oyen a su Maestro que les dice confidencialmente: “No os llamo ya
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os llamo
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn
15,15). Por otra parte, están más que contentos con su hacer: dan, comunican al
hombre palabras de Vida (Hch 7,38b). Se las pueden dar por su estar con el oído
abierto ante el Evangelio. Su relación oído-Evangelio ha dado lugar a una
simbiosis. Aclaro esto: De una escucha amorosa y constante del Evangelio por la
que el Maestro se lo va explicando y revelando (Mc 4,34), acontece entre el
discípulo y la Palabra una especie de simbiosis, una identidad. En realidad es
como si se hicieran uno con las palabras que Dios pone en sus bocas, como en el
caso de Jeremías (Jr 1,9).
Con estas
palabras van al encuentro de los postrados y dolientes de la tierra, los
engañados por Satanás, el mentiroso por excelencia (Jn 8,44). Estos hombres,
tan urgentemente necesitados de amor, exultan y se abren a la vida ante la Voz:
“En verdad, en verdad os digo: Llega la hora, ya estamos en ella, en que los
muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Jn 5,25).
Ahora entendemos mejor por qué estos pastores nunca podrán envidiar a nadie. El
ministerio que el Señor les confía es la música que emana de la “mejor parte” que Él les propuso, y que
ellos aceptaron y eligieron.
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