“Será su soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos
saldrá, y le haré acercarse y él llegará hasta mí, porque ¿quién es el que se jugaría la vida por
llegarse hasta mí?, dice Yahvé” (Jr 30 21). Encuadramos este texto de Jeremías
en el marco histórico que está viviendo el pueblo de Israel, que se encuentra
en el destierro con las pruebas y penalidades que ello conlleva. Es tal su postración
y abandono que la mayoría de los desterrados duda enormemente que sea el pueblo
elegido de Dios, tal y como proclaman sus ancianos, transmisores de la fe; es
como si hubiesen perdido su identidad.
Ateniéndonos a la realidad en la que los israelitas se ven inmersos, vemos que no les faltan
razones para dudar de todo. La ciudad santa y su Templo de la gloria de Dios
que proclamaban y aseguraban su presencia en medio de ellos, no son ya más que
un vago recuerdo que solamente les produce dolor. Todo ha sido destruido; el
orgullo santo de Israel ha quedado reducido a ruinas. Jeremías, cuya alma fue
traspasada por la espada de la desolación que se abatió sobre Jerusalén,
refleja en sus escritos mejor que nadie la angustia y la aflicción del pueblo:
“¡Cómo, ay, yace solitaria la
Ciudad populosa! Como una viuda se ha quedado la grande entre
las naciones. La Princesa
entre las provincias sujeta está a tributo…” (Lm 1,1…).
Sin embargo, y bien lo sabe el profeta, Dios no ha
rechazado por siempre a su pueblo. Sería como arrepentirse de crear al hombre,
obra de sus manos, dado que Israel es el punto de partida de la plenitud de la
creación del hombre nuevo, tantas veces anunciada en las Escrituras
-veladamente en el Antiguo Testamento y de forma diáfana en el Nuevo- (2Co
5,17).
Jeremías llora por su pueblo, su dolor es semejante al
de Raquel que pierde a sus hijos; mas aun así no desespera, su corazón se
sobrepone al dolor y vuelve a apoyarse en Dios. Cierto es que en el cuadro
escénico del destierro es necesario tener profundamente limpios e iluminados
los ojos del corazón para atisbar un hálito de esperanza a través del cual se
pueda entrever a Dios, su bondad y lealtad sobre Israel, su pueblo escogido.
Pues bien, Jeremías, hombre de fe donde los haya, es capaz de ver con los ojos
del alma a este Dios fiel. Éste habla a su profeta, su íntimo, con el fin de
que haga llegar a los desterrados, aquellos que ya no esperan en nada ni en
nadie, la buena noticia de que el destierro llega a su fin. Dios ha decidido en
su corazón la vuelta a su tierra.
¡Se acerca el fin del destierro, de nuestras
humillaciones!, proclama de mil formas
Jeremías a los exiliados. La buena noticia corre veloz por los grupos dispersos
de la gran ciudad de Babilonia. Israel empieza a levantarse. Dios, el
libertador de sus padres, el adalid de tantas hazañas increíbles, no es algo
legendario de nuestros mayores.
¡Está con
nosotros!, gritan alborozados estos
hombres a quienes la incredulidad, nacida de tantos desprecios sobrevenidos,
había arrebatado toda esperanza. Efectivamente, Dios, fiel a su palabra, les
hizo volver. “Al ir, iban llorando, llevando la semilla; al volver, vuelven cantado trayendo sus
gavillas” (Sl 126,6), proclamarán una y otra vez, gozosos, en sus festividades
litúrgicas.
Sabemos que los acontecimientos de Israel, las
prodigiosas historias de salvación que Dios teje en su carne, son figura de una
plenitud que se consuma en Jesucristo, como nos dicen los santos Padres de la Iglesia. Teniendo
esto en cuenta, veremos detrás del velo de la inmediatez de la profecía de
Jeremías al libertador por excelencia, al Buen Pastor, bajo cuyo cayado todo
hombre se encuentra con su Padre, con Dios.
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