Bajo este prisma
mesiánico, partimos con santo asombro, con adoración, la profecía que Dios puso
en boca de Jeremías: “Le haré acercarse –referencia inequívoca al Mesías- y él
se llegará hasta mí, pues ¿quién se jugaría la vida por llegarse hasta mí?...”
¡Sólo mi propio Hijo!, podría añadir Dios. Él es el único que confiará en mí
hasta el punto-límite de depositar su vida en mis manos.
Jesús es el Buen
Pastor por antonomasia; lo es porque cuando pone su vida en manos de su Padre,
sus ojos y su corazón están pendientes de sus ovejas. Su fiarse de Dios crea el
amor desconocido hasta entonces. Es Buen Pastor en orden al hombre. No es,
pues, un título honorífico, sino una forma de pastorear por la cual las ovejas
están por delante de su vida en lo que a prioridades se refiere (Jn 10,11). Es Buen Pastor también porque nos enseña a fiarnos de Dios,
a crear entre el hombre y Él una relación totalmente nueva. Relación a la que
Dios mismo se refiere en los siguientes términos: “Esta será la herencia del
vencedor: Yo seré Dios para él, y él será hijo para mí” (Ap 21,7).
Dicho esto,
continuamos con el texto mesiánico de Jeremías y vemos que Dios presenta a su
propio Hijo, de quien dice –está profetizando la Encarnación- que lo
acercará hacia sí. Esta puntualización va mucho más allá de una intimidad
sentimental. El Hijo se aprieta contra el Padre
tal y como proclamaba confiadamente el salmista al ver su vida en
peligro: “Mi alma se aprieta contra ti, su diestra me sostiene” (Sl 63,9).
Sólo así, a la luz
de esta cercanía, tiene el hombre la garantía de que puede jugarse la vida por
Dios. Si Él mismo no le acercase hasta su rostro, ¿quién sería capaz de poner
en juego su vida? Un hombre sensato se juega la vida a una sola carta, sólo, y
ahí está su sabiduría, si tiene la
certeza de que ésa es la carta ganadora. De no ser así, dejaría su existencia
en manos del azar, en un acto de irresponsabilidad manifiesta.
La única razón por
la que un hombre es capaz de jugárselo todo por una palabra recibida de
Dios es que en su camino de fe ha
llegado al convencimiento de que “su
Palabra es verdad” (Jn 17,17): que no hay en ella mentira ni fraude; Dios la
cumple dado que está en juego su honor, el honor de su Nombre (Jr 14,7).
Bajo este prisma
sondeamos al Hijo de Dios, el Buen Pastor. Da la vida por sus ovejas no en un
acto de heroísmo simplemente; su entrega está llena de sentido común, de
sensatez y sabiduría. Se juega la vida sabiendo que no la pierde, sino que la
recupera como Señor, como nos dice Pablo: “Se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el
Nombre sobre todo nombre… y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR…”
(Flp 2,8-11).
El apóstol hace
esta impresionante confesión de fe, el triunfo de Jesús sobre la muerte, sin
duda por lo que ha visto y oído; mas no sólo por ello. Pablo tiene conciencia
de que su Pastor fue hacia la muerte sabiendo que nadie le podía arrebatar la
vida que se había jugado a la carta de la obediencia-confianza a su Padre. “Por
eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la
quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para
recobrarla de nuevo; este es el mandamiento que he recibido de mi Padre” (Jn
10,17-18).
“Por eso me ama el
Padre” -empieza diciendo Jesús- ¡porque creo realmente en Él! Sé que no me va a
dejar a merced de la muerte, por eso me la juego; doy mi vida para recobrarla
de nuevo y la doy voluntariamente; por amor a Él y a mis ovejas. Al final y
como broche de oro nos dice: Éste es el mandamiento que he recibido de mi Padre.
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