Dicen
los santos Padres de la
Iglesia que los hombres hemos sido creados para amar y para
ser amados, y que esta experiencia alcanza su plenitud en nuestro encuentro con
Dios. A este respecto, Paul Jeremie dice lo siguiente: “Amar y ser amado con
tal fuerza que la ternura rompa en temblores”.
Cuando los exegetas bíblicos intentan darnos a conocer en términos humanos la dimensión de la misericordia de Dios -tarea que parece inabordable dado que cualquier explicación sobrepasa ampliamente la realidad- no encuentran mayor aproximación que la de definirla como la riqueza que encierran las entrañas de una madre. Digo aproximación porque
Entrañas de madre las de Dios, quien hace partícipes de
su amor maternal a aquellos que llama a cuidar, proteger y apacentar sus ovejas que, de hecho, son más suyas que
de sus pastores, como vemos en tantos textos de la Escritura como por
ejemplo: “…así dice el Señor Yahvé: Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi
rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra
en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas” (Ez 34,11-12a).
En este sentido, nos causa sorpresa sumamente agradable
ver a un hombre-pastor, aparentemente rudo e incluso tosco por su impulsividad
como el apóstol Pablo, hablar de su dedicación al ministerio que Jesús le ha
confiado en términos que nos recuerdan la abnegación de las madres quienes,
desafiando incluso la propia salud, se entregan a toda clase de sacrificios y privaciones
por sus hijos; son capaces de pasar noches enteras en vela si alguno de ellos
necesita su cuidado. Esta disposición, entrega y desgaste físico la reconocemos
también en Pablo con respecto a sus ovejas en no pocos de sus escritos: “Por mi
parte, muy gustosamente me gastaré y me desgastaré totalmente por vuestras
almas” (2Co 12,15).
Muy gustosamente, especifica el apóstol. No le mueve
ninguna obligación ni compromiso. Si fuera solamente por ello podría decirse a
sí mismo que ya ha hecho bastante, de forma que a nivel de conciencia no
tendría nada que reprocharse. Pero la cuestión es que le mueve el amor. Las
entrañas maternales de las que Dios le revistió -prolongación de las suyas- le elevan por encima de todo
desgaste físico que supone el pastoreo, la dedicación y la preocupación por las
iglesias-comunidades (2Co 11,28). En definitiva, todo su ministerio apostólico
le nace de dentro; Dios ha infundido en él la riqueza del amor que construye al
otro, este amor que no se fabrica y que tampoco es resultado de la aplicación
de una serie de principios éticos o píos.
Cuando Pablo dice que se desgastará muy gustosamente
por el -o más bien- los rebaños que su Maestro y Pastor le ha confiado, en
realidad más que ponerse una medalla, se sobrecoge ante el don que ha recibido.
Gasta su vida por el anuncio del Evangelio porque Alguien ha creado algo nuevo
en sus entrañas. Si anteriormente éstas estaban replegadas sobre sí mismas en
un vano intento de retener y conservar haberes y haceres posesivos, ese Alguien,
el que le llamó para el Evangelio de Dios (Rm 1,1), puso en ellas su sello
maternal abriéndolas así al mundo entero. Del seno de sus entrañas fluía
impetuoso el Evangelio de su Señor para cuyo anuncio fue llamado. No hay duda
que cuando Jesucristo llama a alguien se salta todas las normas de prudencia y
eficacia; ésta es una constante a lo largo de la historia de Dios con los
hombres.
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