sábado, 14 de septiembre de 2019

XXIV Domingo del Tiempo Ordinario





Primera lectura: 
Ez 37,1-11.13-14: El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado.
Salmo Responsorial
Sal 50,3-4.12-13.17.19: Me pondré en camino donde está mi padre.
Segunda lectura
1 Tim 1,12-17: Cristo vino para salvar a los pecadores.
Evangelio:
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 15,1-32: Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepienta.

Dios es amor que perdona y transforma en hijos.

El mensaje de Jesús se resume en que Dios es su padre y que quiere compartir esta paternidad con todos los hombres, “reinando sobre ellos” por su medio. Si reinar es ejercer un poder, el reinado de Dios como padre es ejercer un poder para que los hombres puedan ser sus hijos. Sólo puede llamarse padre el que tiene hijos. A Dios se le puede llamar padre de la humanidad en cuanto que es su creador y cuida de todas sus criaturas, pero aquí de trata de una relación especial, compartir la filiación de Jesús. Destinataria es la humanidad, toda ella débil y pecadora. Por ello, la primera acción de Dios-rey es ofrecer el perdón de los pecados al hombre, para que éste libremente acepte ser hijo suyo, compartiendo su naturaleza de forma especial. Y puesto que Dios es amor, compartir la vida divina es vivir en el amor, situación incompatible con vivir en el pecado, que no es más que las diferentes encarnaciones del egoísmo. Una acción es pecado, no por capricho divino, sino porque destruye o debilita nuestra relación con Dios y los hermanos en el amor.

Ésta es la idea de fondo de la liturgia de la palabra, por la que el Padre nos habla en la Eucaristía de este domingo. Porque quiere ser padre, constantemente nos invita a aceptar su amor transformador, combatiendo en nuestra vida todas las manifestaciones del pecado-egoísmo. En el antiguo Testamento Dios perdona al pueblo que adora un becerro de oro, un ídolo, poco después de comprometerse a servirle en la alianza sinaítica. Es el primer pecado que se nos narra del pueblo y también el comienzo de una indefinida oferta de perdón. En el evangelio Jesús nos recuerda que Dios se alegra y organiza una fiesta siempre que un pecador se arrepiente, pues así consigue su objetivo paternal. Por eso el hombre debe acercarse con confianza a recibir el perdón. San Pablo nos ofrece el motivo del que tenemos que presumir los cristianos: no somos un pueblo de héroes sino de testigos de la misericordia del padre que a todos perdona y capacita como hijos para tareas concretas.

En su ministerio público Jesús comía con los pecadores, previamente perdonados, para significar el reino que estaba anunciando. Este banquete se renueva ahora en la Eucaristía, en la que nuestro Padre nos invita a compartir como hijos y hermanos. Es siempre el banquete de los perdonados. Por eso el hijo menor lo acepta sin problemas como regalo inmerecido, después de su experiencia negativa. En cambio, el mayor se niega a compartir el banquete organizado para el perdonado, porque se había hecho la ilusión de que con su comportamiento se había ganado otro tipo de banquete como premio. El banquete de los perdonados es el único posible, porque todos somos pecadores. Es verdad que se comportaba bien, pero no tenía conciencia de su debilidad y de que todo lo que había  hecho era gracia de Dios; creer que todo era mérito propio le lleva a creerse superior y especialmente a no compartir las entrañas de misericordia del Padre. A pesar de eso, el padre “se rebaja” y le ruega que entre. Quiere a todos sus hijos en el banquete. ¿Entró o no entró?  Jesús deja abierta la parábola. La respuesta la debemos dar cada uno de nosotros.

Dr. don Antonio Rodríguez Carmona

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