domingo, 13 de agosto de 2017

Asunción al cielo



Lo que a continuación expongo es solo y exclusivamente un punto de vista personal, lo que me dicta mi pobre y humilde naturaleza humana. Exponer, opinar o hablar de un misterio superior desde una óptica terrenal y que lo escriba alguien que no tiene grandes conocimientos teológicos, conlleva el grave riesgo de que su torpeza le lleve a derivas erróneas, más mi intención no es pontificar, sino exponer con un modo de hablar llano y humano lo que a mi mente se le presenta como lo que es: un misterio.

Jesús ascendió y aquí dejó a sus amigos y colaboradores más íntimos, incluyendo a su madre. Pero, claro, una madre es una madre, y, aunque Él, una vez cumplida su misión, se incorporó a su puesto junto a las otras dos personas de la Santísima Trinidad, su humanidad echaría de menos a esa mujer buena con la que compartió los treinta y tres años de vida intensa. Lo más natural es que a esa añoranza de madre le quisiera poner remedio. ¿Qué mejor que traerla aquí junto a mí? Pensaría. Así es como tomó aquella decisión y así llegó la Asunción.

Los apóstoles y discípulos se quedarían tristes por la ausencia de aquella mujer que tantas fuerzas les insuflaría en el día a día. Tras la Ascensión se aglutinarían en torno a ella para darle ánimos y, a su vez, para que ella fuera la consejera en la continuación de la obra de su Hijo. Tras la Asunción se quedarían también huérfanos de María.

Pero en otro lugar, ¿cielo? se presentó el motivo de una gran alegría. Allí llegó esa misma mujer y madre a la que el Hijo en cierto modo le debía su humanidad, soporte necesario para la salvación humana. Madre con la que había compartido alegrías y tristezas. Madre que había sido su confidente y consejera. La llegada de ella pondría culmen a su dicha. Jesús haría las presentaciones oportunas… ¡Qué menos que celebrar el reencuentro con una fiesta! Toda la corte celestial, arcángeles, ángeles y santos se pondrían manos a la obra y así llega el súmmum: la coronaron como Reina y Señora de todo lo creado.

Ella, en su humildad, como demostró en sus pocas intervenciones que nos cuentan los evangelios, estaría totalmente aturdida y desconcertada con aquellos agasajos. Al principio hasta podría encontrase como fuera de lugar, pero muy segura agarrada de la mano del Hijo. Acostumbrada a estar y actuar a la sombra de Jesús en su pobre vida terrenal, aquel enaltecimiento turbaría y haría temblar, entre emoción y sorpresa, a aquel grácil y frágil cuerpo. Seguramente enrojecería de vergüenza, bajaría la mirada; su temblorosa y sudorosa mano apretaría la de Jesús en busca de apoyo, fuerza y ánimo. Él volvería su sonriente rostro para mirarla y, clavando sus ojos en sus ojos, le infundiría la fortaleza y tranquilidad que ella necesitaba en aquel trance. Volvería a darle un beso en la frente, como tantas veces lo había hecho durante su experiencia terrenal, acariciaría su bello rostro, la agarraría con delicadeza por los hombros, para acabar atrayéndola y apretándola contra su misericordioso corazón. Se fundirían en un tierno y eterno abrazo bajo la bendición paternal del Padre, la mirada ardiente de amor del Espíritu Santo y el aplauso de infinidad de criaturas que gozaban con la visión de aquella estampa.

Esta imagen es mi visión humana de los dos últimos misterios gloriosos del Santo Rosario.


Pedro José Martínez Caparrós

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