viernes, 11 de agosto de 2017

Jesús camina sobre las aguas

 
A este relato evangélico le encuentro un cierto paralelismo con el relato de la vida de cualquier cristiano normal; con normal me refiero a los que nos consideramos cristianos, pero las vicisitudes y avatares diarios nos lastran y no acabamos de remontar, aunque ese sea nuestro deseo; caemos, nos levantamos, pero volvemos a caer.

Los discípulos iban solos, sin Jesús, por el lago, como nos ocurre con frecuencia a los cristianos. Nos adentramos en las aguas procelosas del mundo sin Jesús, a Él lo dejamos en tierra y nosotros intentamos la travesía confiando en nuestras propias fuerzas. De pronto notamos la sacudida de las olas ‒el vivir diario con sus dificultades, el afán de sacar a la familia adelante, los problemas de la vida laboral o de la propia familia, las tentaciones… ‒porque el viento es contrario ‒esos días que parece que todo nos sale mal, la economía que no nos llega, los hijos que nos cuestionan… ‒y nos asustamos, como se asustaron los discípulos.

Nos dejamos a Jesús en tierra y en medio de la tormenta, de pronto, aparece andando para alcanzarnos; nosotros vemos fantasmas y nos asustamos, encima parece que pasa de largo. Pero no, Él nunca pasa de largo, se acerca y nos dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” Así y todo desconfiamos, nos falta fe, incluso lo cuestionamos tal y como parece que hizo el impulsivo Pedro: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua” Nos volvemos desafiantes con el Señor cuando nos vienen mal dadas, también le objetamos y le preguntamos con demasiada frecuencia ¿por qué permites tal cosa?, ¡qué te he hecho para que…! Y como estas, muchas otras cuestiones y reproches. Mas Él no se incomoda con nuestra falta de fe, sino que nos responde como a Pedro: “Ven”. Así de sencillo. Y como Pedro bajamos de la barca y comenzamos a cercanos a Jesús.

Pero hete aquí que de nuevo nos entra miedo cuando volvemos a sentir la fuerza del viento y comenzamos a hundirnos de nuevo. Siempre lo mismo, nos levantamos y volvemos a caer. Es así nuestra humanidad. Somos débiles y a la más mínima, después de todas nuestras buenas intenciones, después de nuestra oración, después de levantar el ánimo… nos volvemos a hundir. Ya solo nos resta gritarle: “Señor, sálvame” y como es natural en seguida Jesús nos extiende su mano y nos agarra. Nos tiene que coger fuertemente con su mano porque de lo contrario nos ahogaríamos.

Esta es la conclusión a la que tenemos que llegar. Que amainará solo cuando el Señor suba y lo aceptemos en nuestra barca. Que solos, pese a nuestras buenas intenciones, nada podemos; que la fuerza nos viene de Él. Tenemos que convencernos que la gracia es un don suyo y no un mérito nuestro; que si no queremos hundirnos nos tenemos que asir fuertemente a su divina mano.

Pero también y en consecuencia aceptar con toda humildad su amonestación: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?” Y en respuesta a su admonición reconoceremos su filiación divina: “Realmente eres hijo de Dios”.


Pedro José Martínez Caparrós

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