A este relato
evangélico le encuentro un cierto paralelismo con el relato de la vida de
cualquier cristiano normal; con normal me refiero a los que nos consideramos
cristianos, pero las vicisitudes y avatares diarios nos lastran y no acabamos
de remontar, aunque ese sea nuestro deseo; caemos, nos levantamos, pero
volvemos a caer.
Los discípulos
iban solos, sin Jesús, por el lago, como nos ocurre con frecuencia a los
cristianos. Nos adentramos en las aguas procelosas del mundo sin Jesús, a Él lo
dejamos en tierra y nosotros intentamos la travesía confiando en nuestras
propias fuerzas. De pronto notamos la sacudida de las olas ‒el vivir diario con sus
dificultades, el afán de sacar a la familia adelante, los problemas de la vida
laboral o de la propia familia, las tentaciones… ‒porque el viento es contrario ‒esos días que parece que todo nos sale mal, la economía que no
nos llega, los hijos que nos cuestionan… ‒y nos asustamos, como se asustaron los discípulos.
Nos dejamos a
Jesús en tierra y en medio de la tormenta, de pronto, aparece andando para
alcanzarnos; nosotros vemos fantasmas y nos asustamos, encima parece que pasa
de largo. Pero no, Él nunca pasa de largo, se acerca y nos dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” Así
y todo desconfiamos, nos falta fe, incluso lo cuestionamos tal y como parece
que hizo el impulsivo Pedro: “Señor, si
eres tú, mándame ir a ti sobre el agua” Nos volvemos desafiantes con el
Señor cuando nos vienen mal dadas, también le objetamos y le preguntamos con
demasiada frecuencia ¿por qué permites tal cosa?, ¡qué te he hecho para que…! Y
como estas, muchas otras cuestiones y reproches. Mas Él no se incomoda con nuestra
falta de fe, sino que nos responde como a Pedro: “Ven”. Así de sencillo. Y como Pedro bajamos de la barca y
comenzamos a cercanos a Jesús.
Pero hete aquí
que de nuevo nos entra miedo cuando volvemos a sentir la fuerza del viento y
comenzamos a hundirnos de nuevo. Siempre lo mismo, nos levantamos y volvemos a
caer. Es así nuestra humanidad. Somos débiles y a la más mínima, después de
todas nuestras buenas intenciones, después de nuestra oración, después de
levantar el ánimo… nos volvemos a hundir. Ya solo nos resta gritarle: “Señor, sálvame” y como es natural en
seguida Jesús nos extiende su mano y nos agarra. Nos tiene que coger
fuertemente con su mano porque de lo contrario nos ahogaríamos.
Esta es la
conclusión a la que tenemos que llegar. Que amainará solo cuando el Señor suba
y lo aceptemos en nuestra barca. Que solos, pese a nuestras buenas intenciones,
nada podemos; que la fuerza nos viene de Él. Tenemos que convencernos que la
gracia es un don suyo y no un mérito nuestro; que si no queremos hundirnos nos
tenemos que asir fuertemente a su divina mano.
Pero también y
en consecuencia aceptar con toda humildad su amonestación: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?” Y en respuesta a su
admonición reconoceremos su filiación divina: “Realmente eres hijo de Dios”.
Pedro José
Martínez Caparrós
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