Cuando uno se inicia en la fe, cuando te miras para
dentro y ves tus miserias, y abres ese armario inconfesable que todos llevamos
en nuestro interior, te atemoriza el fuego eterno del infierno. Pero
Dios no nos ha creado para el infierno, sino para alabarle, y para hacernos
hijos suyos; nos moldea para que podamos llegar a ser hijos de Dios,
anunciadores de su Evangelio, que es Vida para todos los que le seguimos, a
pesar de nuestros errores. Nos lo dice en el Prólogo del Evangelio según san
Juan, cuando anuncia su
Palabra-Jesucristo-, como la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo:”…Vino a los suyos y los suyos no la recibieron, pero a todos los que la
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su
Nombre…” ((Jn 1, 11-13)
La palabra fuego, en la Escritura, tiene
muchas vertientes, las cuales siempre me han sobresaltado, cuando no me han
asustado. Ceo que es el momento de que empiece a ver con otros ojos la realidad
que nos dice la Biblia de esta tan, aparentemente, “estremecedora” palabra.
En el Evangelio de Jesucristo según San Lucas (Lc 9,54) se relata un episodio sorprendente. Sucedió que Jesucristo quería subir a Jerusalén, para lo cual envió por delante a mensajeros para preparar posada. El pueblo donde pensaban pernoctar era un pueblo samaritano. Sabemos que los samaritanos no se llevaban bien con los judíos, porque eran pueblos que habían vuelto del destierro a Babilonia y de alguna manera se habían contaminado con deidades paganas. Recordemos que en el diálogo de Jesús con la samaritana, ésta le pregunta dónde se ha de rendir culto a Dios, si en Jerusalén o en el monte Garizín.
En el Evangelio de Jesucristo según San Lucas (Lc 9,54) se relata un episodio sorprendente. Sucedió que Jesucristo quería subir a Jerusalén, para lo cual envió por delante a mensajeros para preparar posada. El pueblo donde pensaban pernoctar era un pueblo samaritano. Sabemos que los samaritanos no se llevaban bien con los judíos, porque eran pueblos que habían vuelto del destierro a Babilonia y de alguna manera se habían contaminado con deidades paganas. Recordemos que en el diálogo de Jesús con la samaritana, ésta le pregunta dónde se ha de rendir culto a Dios, si en Jerusalén o en el monte Garizín.
Dado que Jesús iba camino de Jerusalén, el posadero
del pueblo samaritano no le admite en su casa. Por ello, los mensajeros (Juan y Santiago) se vuelven muy enfadados y le preguntan a
Jesús: ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que les consuma?
Evidentemente, como no podía ser de otra manera, Jesús les reprende. Resulta
que los discípulos han sido testigos de la Transfiguración, de cómo calmó la
tempestad en el Mar de Tiberíades, de cómo les anuncia su Pasión, y lejos de
todo esto, ellos se ponen a discutir quién será el mayor en el Reino de los
Cielos, como se recoge unos versículos antes de este episodio; y no contentos
con esto, ahora se ven con atribuciones para solicitar al Altísimo fuego del Cielo como venganza por la
negativa del posadero.
¡Qué paciencia del Señor con sus discípulos! El
Evangelio dice que los reprende. ¡Qué menos podía hacer!
El Señor Jesús, Hijo de Dios, como Gran Pedagogo,
va formando esa arcilla de que dispone para ir modelando su Iglesia. Tiene que
partir de un barro como el nuestro, lleno de intereses personales, de envidias
y disputas para subir a lo más alto; interviniendo la familia, como en el
episodio de la madre de los Zebedeos; aguantado discusiones cuando les acaba de
anunciar su Pasión…Y ahora solicitando venganza.
No es ese el mensaje de Jesús, todo Amor, bondad y
misericordia. En definitiva, de la misma forma que el pueblo de Israel con sus
vivencias, es reflejo del nuevo pueblo que somos nosotros, este pequeño rebaño
de apóstoles que Dios le ha entregado, es imagen con sus defectos y pecados,
del nuevo rebaño que somos, y que ahora, en el siglo XXl, pone en nuestras
manos para que llevemos su Tesoro-su Evangelio- en nuestros odres de barro.
Es por ello que quiero desterrar de mi pensamiento
la idea del fuego del infierno, para acercarme al verdadero fuego:
el del Amor infinito de Dios, que me ama, y me prepara con su pedagogía, para
pasar de un fuego patrimonio del
Enemigo, a un fuego como lo define
Jesucristo: “…He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto
desearía que ya hubiera prendido!…” (Lc12,49)
Yo os bautizo con agua, en señal de conversión; Él
os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11). Me llama la atención este tipo de bautismo de fuego. Conocemos el bautismo de agua,
en el que el hombre se sumerge en las aguas, símbolo de la muerte, para
resurgir de ellas resucitado. En muchas iglesias aún se conserva la piscina
bautismal, con siete escalones de bajada, simbolizando los siete pecados
capitales llamados así porque son cabeza de todos los demás pecados. Sabemos
del martirio como bautismo de sangre. Pero ¿y el bautismo de fuego?
Los símbolos del Agua y del Fuego
expresan el misterio de la energía vivificadora que el Mesías y el
Espíritu han derramado en el mundo. Jesucristo, en la Cruz, testifica y consuma
el sacrificio con el fuego del Amor. “El Bautismo de fuego
es el que Jesucristo vino a traer al mundo para purificar a todos los hombres
de buena voluntad, recogidos como trigo en el granero; sin embargo quemaría la
paja como fuego que no se apaga,
como el fuego de la Gehena (Mt
18,8-9) Y es bellísima la Oración al Espíritu Santo al que se le define como: Brisa en las horas de fuego.
Nos recuerda Isaías: Se
espantaron en Sión los pecadores, sobrecogió el temblor a los impíos: ¿Quién de
nosotros podrá habitar con el fuego devorador? ¿Quién de nosotros podrá
habitar con las llamas eternas? El que anda en justicia y habla con rectitud,
el que rehúsa ganancias fraudulentas, el que se sacude la palma de la mano para
no aceptar el soborno, el que se tapa las orejas para no oír hablar de sangre,
y cierra sus ojos para no ver el mal. Ése morará en las alturas, subirá a
refugiarse en la fortaleza de las peñas, se le dará su pan y tendrá el agua
segura. (Is, 33,14-17)
Es hermoso el paralelismo que existe con el Salmo
23¿Quién puede subir al monte, del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto
sacro? El Hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los
ídolos, ni jura contra el prójimo en falso. Ese recibirá la bendición del
Señor, le hará justicia el Dios de salvación. (Sal 23)
Ese Hombre de manos inocentes y puro corazón no es
otro que Jesucristo Nuestro Señor. Él es el único santo y puro, digno de subir
al Monte del Señor, el Monte de la Redención, el Monte Calvario, el santuario que fundaron sus Manos (Ex 15,17)
Y hay una imagen bellísima de Jesucristo-Eucaristía
en el binomio salvador del Agua y el Pan, alimento y refugio de las almas
débiles que se refugian en Él.
Guardaos, pues, de olvidar la alianza que Yahvé,
vuestro Dios ha concluido con vosotros y de fabricaros alguna escultura o
representación de todo lo que Yahvé, tu Dios, te ha prohibido; porque Yahvé, tu
Dios es un fuego devorador, un Dios celoso. (Dt 4, 25-31)
Y, como toda la
Escritura es palabra revelada por Dios, Ezequiel comenta: “El pueblo de la
tierra ha hecho violencia y cometido pillaje, ha oprimido al pobre y al
indigente, ha maltratado al forastero sin ningún derecho. He buscado entre
ellos alguno que construyera un muro y
se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir
que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie. Entonces he derramado mi ira
sobre ellos, en el fuego de mi furia los he exterminado. (Ez 22, 29-31)
Pero el fuego de Dios
sana al hombre. En el libro de Isaías, concretamente en el episodio de la
llamada “Vocación de Isaías”, capítulo 6, éste tiene una visión del Dios
Yahvhé, sentado en su trono y rodeado de
serafines que cantan: “Santo, santo, Santo”. Isaías se da cuenta de sus
miserias y solloza gritando: “… ¡Ay de mi! Estoy perdido, pues soy un hombre de
labios impuros que habita en un pueblo de labios impuros…” (Is 6, 3-8)
Aquí la impureza la
podemos traducir por idolatría, seguimiento a otros ídolos. Y ve Isaías, cómo
un ángel coge una brasa encendida y se la pone en sus labios. Y le dice: “…He
aquí que esto ha tocado tus labios, se ha retirado tu culpa, tu pecado está
expiado…”
Y en el Nuevo
Testamento, recordamos el episodio de los discípulos de Emaús: “… ¿No ardía
nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?..” (Lc. 24,32). Ese
es el verdadero fuego de Dios,
Jesucristo, el que con su Palabra-su Evangelio-, toca nuestras impurezas e
idolatrías y expía nuestro pecado.
No podemos pasar por el
alto el “carro de fuego” desde donde
es arrebatado al Cielo el profeta Elías, dejando parte de su manto al profeta
Eliseo. El manto representa en la Escritura, la personalidad, la esencia misma
del ser. Aquí este carro de fuego
que arrebata a Elías, es imagen del mismo Jesucristo que nos arrebata con su
Amor; este sí es el fuego de los
profetas, el fuego que salva, el fuego que nunca asusta, el que no se
apaga: Jesucristo
Por eso profetizará luego
Ezequiel: “…Derramaré sobre vosotros un Agua pura que os purificará; de
todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar…” (Ez 36,25)
Jesucristo es esa Agua Viva que nos purifica e impulsa a la Vida Eterna, como
le dice a la Samaritana del Evangelio. Esa agua Viva apagará el fuego del infierno merecido por
nuestros pecados, introduciéndonos en el fuego
del Amor de Dios.
Alabado sea Jesucristo
Tomas Cremades Moreno
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