En las carreras ciclistas, todos los que compiten
luchan por alcanzar la meta, a poder ser, en los primeros puestos. En los
encuentros de fútbol, todos se esfuerzan por estrujar al máximo esos minutos de
propina que, concluido el tiempo, concede el reglamento y administra el
árbitro. Y en el campo de los negocios, todo lo que se emprende es con miras a
sus resultados... En definitiva, todos trabajamos por elaborar un futuro
confortable para llegar sin agobios al final de nuestros días... Y después,
¿qué?
Jesús lleva ya tiempo anunciando que "el hijo del
hombre tendrá que sufrir, que será juzgado, condenado, sometido a un sinfín de
torturas y, por último, vilmente cosido a una cruz y muerto".
Y hoy dice que está acercándose el final de los
tiempos; que entonces "el sol se oscurecerá, la luna perderá su brillo y
las estructuras del universo se tambalearán y que veremos llegar al hijo del
hombre revestido de poder y gloria, y que él enviará a los ángeles para que
convoquen a sus elegidos de los cuatro puntos cardinales".
Y después, ¿qué? La respuesta la tenemos en el
evangelio: el Cielo es el maravilloso restaurante donde se nos servirán
suculentos platos de "felicidad"; allí disfrutaremos del
"tesoro" que había sido escondido en el campo; no habrá odios ni
rencores ni malos quereres, todo será amor verdadero y miles y millones de
sonrisas; todos los "hijos pródigos" estaremos con la cabeza bien
alta y felices porque por fin estamos ya en nuestra casa...
Es una pena que nuestra razón no llegue a comprender
del todo la riqueza que se encierra en Dios y en su regalo: el Cielo...
En unos Ejercicios espirituales de mis tiempos de
seminarista, el ponente se lamentaba de que nuestro lenguaje y nuestra mente
estuviesen a una distancia infinita de "kilómetros-luz" de estas
realidades y que, por tanto, al hablar de ellas, utilizábamos un lenguaje
antropomórfico, esto es, a nivel humano. Y lo ilustró con un pequeño cuento:
"En un lujoso palacio se celebraba una gran
fiesta donde se comía, se bebía, se cantaba y se prodigaban risas y más risas.
Debajo, se encontraba la caballeriza donde la extrañeza se habla apoderado de
las reses. Para comprobar qué era lo que sucedía, acordaron delegar en el
caballo más "inteligente" para que investigase el tema.
Fue, vio, bajó y contó: "Es un festín".
"Y qué es un festín?", le preguntaron los compañeros.
Él contestó: "Pues mirad. Es un gran campo de
hierba fresca, verde, suculenta, que da envidia ver cómo se la comen"...
Eso nos pasa con Dios y con el Cielo: que no podremos
nunca, con nuestra mente humana, describir todo lo que se contiene en estas
realidades... ¿Y después, qué? Pues ya lo sabemos. Aunque sea "a vista de
caballo".
Pedro Mari Zalbide
No hay comentarios:
Publicar un comentario