sábado, 15 de junio de 2019

Domingo de la Santísima Trinidad



Vivir como templos de la Santísima Trinidad

Desde Adviento hasta Pentecostés hemos recordado y celebrado los grandes misterios de nuestra salvación: Dios Padre envió a su Hijo que se encarnó en el seno de María virgen por obra del Espíritu Santo, su nacimiento en Belén, su ministerio público, su pasión, muerte y resurrección, su donación del Espíritu Santo, su presencia entre nosotros. Ahora, al final, esta fiesta invita a agradecer toda esta obra en conjunto, adorando y alabando a nuestro Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Realmente no haría falta esta fiesta, pues este objetivo está presente en toda Eucaristía, que culmina en una doxología en la que, unidos en el Espíritu Santo, por Cristo damos al Padre todo honor y toda gloria. Incluso Roma se opuso por esta razón a los primeros que quisieron introducirla en la Edad Media, pero al final la aceptó en el S.X.

Nuestra fe en la Santísima Trinidad es un acto de obediencia a las enseñanzas de Jesús. Algunos monoteístas, musulmanes y judíos, la critican, porque solo hay un solo Dios. Y es verdad que hay un solo Dios, pero Jesús nos ha revelado en su predicación que él es Dios, junto al Padre y el Espíritu Santo. Por ejemplo, en el Evangelio que se ha proclamado hoy, nos dice que “Todo lo que tiene el Padre es mío”, luego se iguala a Dios Padre; igualmente nos dice que el Espíritu todo lo comparte con él. De forma semejante hemos escuchado en la segunda lectura una enseñanza de san Pablo en la que iguala la acción del Padre, del Hijo y del Espíritu. Esto mismo aparece en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento. Es verdad que la palabra trinidad no la dijo Jesús, sino que se acuñó en el S.III por Tertuliano para enseñar este misterio, pero esto es secundario.

Lo importante es que Jesús nos ha enseñado esta realidad y la Iglesia siempre la ha creído, enseñado y vivido. Siendo profundamente monoteísta como Jesús, en los primeros siglos tuvo que hacer un gran esfuerzo teológico para aproximarse a este misterio.

Jesús no nos ha explicado el contenido profundo, un solo Dios y tres personas distintas, por ello es para nosotros un misterio que aceptamos con fe, sino que nos ha dicho qué es lo que hace cada persona divina, básicamente que el Padre es origen y fuente de todo poder y vida, que el Hijo es servicio que nos trasmite la vida divina, y que el Espíritu Santo es amor gratuito y fuerte que nos da esta vida divina. Los tres actúan en común, pero cada uno deja su sello en la acción común. Por ello todo don que recibimos de Dios es poder del Padre, servicio del Hijo, regalo del Espíritu Santo y lo hemos de ejercer como tales, es decir, la vida es un poder recibido del Padre y he de vivirla como un servicio en unión con el Hijo y en contexto de amor en unión con el Espíritu Santo. Y así todas las facetas de la vida: hablar, enseñar, trabajar, servir, paternidad y maternidad, etc. Como dice san Pablo hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de poderes, pero un mismo Dios que obra todo en todos (1 Cor 12,4-6).

Esto mismo ayuda a conocernos mejor. Si el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, es importante conocer cómo es Dios y el misterio de la Trinidad nos ayuda a ello. Si Dios es unidad en la trinidad, el hombre es una persona individual abierta a la pluralidad; por ello el egoísta, cerrado a los demás, traiciona su identidad. Igualmente, el hombre es vida-poder, servicio, amor y su vocación es crecer en estas tres facetas inseparables; crecer en hacerse persona para servir mejor y así realizar su vocación de amor.

No se trata de imitar algo que está fuera de nosotros, pues somos templos de la santísima Trinidad, que habita en nosotros por el amor, como nos enseña Jesús: Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros.  El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,20-21 cf. 1 Cor 6,19). El hombre, pues, viene de Dios uno y Trino y debe vivir en este ambiente vital. A él fuimos incorporados en el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y él es nuestra meta final, cuando compartamos plenamente el gozo de la vida trinitaria.

Siendo un misterio central en nuestra vida, la Iglesia nos invita a recordarlo constantemente. Cuando entramos en el templo y tomamos agua bendita, nos santiguamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, recordando, agradeciendo y renovando nuestro bautismo; cuando comenzamos una acción, nos santiguamos de igual forma, recordando y agradeciendo que lo hacemos con el poder del Padre para servir como el Hijo con el amor del Espíritu Santo. Igualmente, esta celebración de la Eucaristía la realizamos plenamente en contexto trinitario, pues el Espíritu nos purifica el corazón, nos capacita para orar y nos une a Jesús, y unidos a Jesús, ofrecemos nuestra vida al Padre y le deseamos todo honor y toda gloria.

Primera lectura: Proverbios 8,22-31: Antes de comenzar la tierra, la sabiduría fue engendrada.
Salmo responsorial: Sal 8,4-5. 6-7. 8-9: Señor, Dios nuestro, ¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Segunda lectura: Rom 5,1-5: Justificados por Jesucristo, que ha derramado el amor de Dios Padre en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo.
Evangelio: Evangelio según san Juan 16,12-15: Todo lo que tiene el Padre es mío; el Espíritu tomará de lo mío y os lo comunicará.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona


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