Tiene color ceniciento este tiempo, con sus brumas mañaneras, con el frío propio de la época y la luz más acortada en los días. Así es el marco de cada cuaresma cuando los cristianos comenzamos nuevamente la andadura que nos conducirá a la pascua. Pero tal vez podamos pensar que se trata de un dejà vu, de algo demasiadas veces visto que hace tiempo que dejó de conmovernos. Los ritos se suceden como se sucedieron los navideños sin solución de continuidad. Ahora no tocan turrones y villancicos, sino cenizas y penitencias, las consabidas y propias del tiempo cuaresmal.
Y, sin embargo, en esta cuaresma única e irrepetible,
nos podemos adentrar en algo tan inédito que nunca antes había sucedido y nunca
después se repetirá. Porque la vida nos depara siempre la fecha de un tiempo
distinto y el domicilio de una circunstancia diversa. Hace un año, hace una
cuaresma… era otro tiempo y había otras circunstancias. De hecho, de entonces
para acá nos faltan gentes que hemos perdido, tenemos otras que nos han
llegado. Se superaron sinsabores que amenazaban con acorralarnos y aparecieron
otras pruebas que a fondo nos probaron en la paciencia y la esperanza.
Caducaron algunas alegrías, mientras que han podido sorprendernos otras con las
que no contábamos.
Un tiempo y una circunstancia, como el trasiego de los
años y el cambio de los contextos, que nos invitan a sacudirnos las inercias, a
despertar nuestros letargos y admirarnos por lo que cabalmente viene a
sorprendernos. De aquí que nos hagamos la pregunta: ¿Qué nos van a traer estos
cuarenta días cuaresmeros? ¿Qué se nos recordará de cuanto fácilmente hemos
olvidado? ¿Qué se nos dará o se nos dirá con sabor a estreno? Todo un
itinerario de verdadera atención, que es la que sustenta la conversión
cristiana.
Tenemos motivos como para abrirnos a esta novedad,
precisamente cuando en el horizonte cotidiano nos sentimos cansados de tanta monserga
politiquera que ya nos satura con sus desplantes en las exclusiones y descartes
de los menos favorecidos, con sus mentiras cuyos engaños se empeñan en
presentarse como herramienta cansina de la mala gobernanza, con la
improcedencia esperpéntica de demasiadas leyes inútiles que sólo responden al
diseño de una ruta ideológica que nos quieren imponer con premura porque a sus
fautores se les acaba el alpiste de su jauja. Y frente a todo este mundo tan
tóxico e irrespirable que va generando hartura y descrédito, los cristianos nos
damos este tiempo que quiere ser de hondura inteligente, de realismo humilde,
de apertura a la gracia divina que enciende su luz inapagable en medio de todas
nuestras penumbras.
Hay tres gestos típicamente cuaresmales, que quizás no
siempre los sabemos poner de relieve por una traducción costumbrista y
demasiado desgastada. Se nos invita en este tiempo a la limosna, a la oración y
al ayuno. Pero nos encontramos con su explicación clásica de dar unas monedas,
de recitar unas plegarias o de privarnos de algún alimento. No obstante, estos
tres gestos cuaresmales significan mucho más. Porque la limosna más importante
no está en entregar unas perrillas, sino en la entrega de nuestra propia
persona con su tiempo, con sus talentos y cualidades. La oración no es
mascullar plegarias sin más, sino tener la certeza de estar siempre esperados,
siempre mirados y siempre acompañados por ese Dios que en todo momento está
junto a todas mis veras. Y el ayuno, cuando es inteligente, consiste en privarse
de aquello que nos hace daño, lo que nos enajena del Señor y nos enfrenta a los
hermanos, todo aquello que termina destruyéndonos de tantos modos por dentro y
por fuera. Es lo que la nueva cuaresma nos invita a acoger y expresar como
camino por el desierto que podremos ver florecer en la pascua, como una luz
amanecida tras tanta noche de pertinaz negrura. Hay esperanza como el vergel
florece y la mañana se enciende.
+ Jesús Sanz Montes
Arzobispo de Oviedo
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