Los hemos visto olfatear el hilo de la vida, y adentrarse entre escombros hasta dar con las personas que yacían debajo de vigas, piedras y polvo, en total oscuridad, sin aire, sin agua, sin alimento alguno durante horas y horas, durante días. Hemos seguido esta hazaña de nuestros perros adiestrados como extraordinarios colaboradores de los bomberos, militares, médicos y personal sanitario, junto a un sinfín de voluntarios en medio de la hecatombe de un terremoto devastador en Turquía y Siria. Era una hermosa simbiosis de unidad en la naturaleza creada, donde animales y hombres se juntan para salvar lo más precioso como es la vida misma siempre que ésta se encuentre amenazada.
En España llegaba la noticia del dolor por tamaña tragedia, junto con el
gozo de cada pequeña victoria por una vida ganada a la muerte segura que se
debatía contra reloj. Ha sido una vez más el precioso ejemplo solidario cuando
de salvar una vida se trata. Y cuando algunos, con vestiduras rasgadas desde su
lejanía cómoda, querían imputar a Dios que no hacía nada, para ellos ausente y
fugado, la respuesta siempre ha sido que Dios estaba allí, debajo de los
escombros y en las manos que los levantaban para sacar adelante a inocentes sepultados.
Las dos presencias discretas, los dos gritos de dolor y esperanza, con los que
Dios se compromete en cada circunstancia variopinta de la humanidad.
Por eso contrasta con otro terremoto humano que se ha podido escenificar en
nuestro país ante leyes que responden a una ideología que no respeta la
existencia: la vida incipiente de quien ya concebido no se le permite que
nazca. La vida terminal de quien por ancianidad o grave enfermedad concluye su
periplo necesitando la ayuda paliativa en ese tránsito y no el veneno letal que
destruye. La vida tal y como ha sido dada y llegada, con su código genético, su
género sexuado, su psicología de ánima y fisiología corporal, no con una
modificación imperada por la confusión que se torna irreversible abocando a un
desenlace irreparable que termina en la más terrible desgracia y en el
suicidio, como los países que habiéndose adelantado en la quimera a duras penas
intentan volver atrás.
Son leyes que no tienen una demanda social, ni permiten un debate sereno
por parte de la sociedad a través de quienes desde la ciencia médica, la
filosofía antropológica, la ética universal y la moral creyente, pueden aportar
razones, acercar cautelas, prevenir errores y encontrar cauces para las
soluciones deseables en cada escenario de conflicto de intereses, de preguntas
sin respuestas impuestas y prestadas, de las grandes cuestiones en las que la
vida nos la jugamos ante lo que es verdadero, bondadoso y bello, sin trampa
torticera ni engaño tendencioso dictado al albur de una tropa ignorante y
dictadora.
La prisa atolondrada con la que esta retahíla de leyes está viendo la luz
con sus proclamas parlamentarias, sus concesiones y avales judiciales, su carga
ideológica totalitaria, responde a una batalla declarada a cada persona afectada
directamente por ellas con el pretexto de su defensa, generando división,
confrontación crispada y un maremágnum de confusión como no se conocía en la
historia. Pero también es una batalla camuflada al eterno proyecto del Creador
y a la tradición antropológica cristiana. No sólo la cristiana, sino también
una cosmovisión religiosa, humana y cultural cualesquiera que tenga el respeto
por la vida humana en todos sus tramos (gestante, nacida o terminal), en su
intrínseca identidad varón-mujer, y en su equilibrio natural soberano entre
personas y animales. En nombre de una extraña libertad perrofláutica, se
imponen leyes liberticidas que matan, que generan confusión destructora y
siembran los dislates aberrantes de un mundo al revés. Es otro terremoto este, donde
echamos de menos el compromiso de altura en donde todos nos ponemos a favor de
esa vida como don y tarea, que no nos corresponde dilapidar, deportar y
censurar hasta su destrucción advenediza e irreparable.
+ Jesús Sanz Montes
Arzobispo de Oviedo
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