“El
Señor es mi Pastor, nada me falta”. Esta feliz intuición del salmista, que
hacemos nuestra, no es un principio
moral, ni siquiera el resultado de un camino ascético, sino una constatación,
fraguada por la experiencia de fe, que
crece conforme el Evangelio -que
es la misma savia de Dios- va empapando
nuestra alma.
En soledad con Dios Por supuesto que el mundo intenta atraer hacia sí lo que el Hijo de Dios, con su llamada, le ha arrebatado de sus manos: sus discípulos: “Al elegiros os he sacado del mundo” (Jn 15,19b). De ahí la necesidad de llevarlos a la soledad para ponerlos al abrigo de todo apoyo destructivo, protegerlos de toda alabanza y reconocimiento: éstas son las armas del mundo. Librarlos en definitiva de todo aquello que cegó los ojos de los fariseos impidiéndoles reconocer que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios. De todas formas, la mejor manera de comprender la soledad a la que el Señor Jesús conduce a los que llama para ser pastores según su corazón, es haciendo nuestra su experiencia de soledad. Él mismo, sin dejar de estar permanentemente con su pueblo y de forma especial con sus discípulos, nos habla de ella: “Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32). Jesús, Pastor de pastores, el que alcanzó a ser dueño y señor de su soledad hasta encontrar en ella el Rostro de su Padre, el manantial de su Sabiduría y el temple de su Fuerza, conoció palabras en su propio corazón, palabras de vida, palabras de lo alto, palabras guardadas con tanto amor que le ataron indisolublemente al Padre, a su voluntad. Recordemos su confesión a los judíos quienes no terminaban de creer en Él: “Yo conozco a mi Padre y guardo su Palabra” (Jn 8,55b). Jesús, el Solo con el Padre por excelencia, nos conduce a nuestro propio desierto para pastorearnos, hablarnos al corazón, poner en él su Evangelio creando en los suyos el pastoreo según su corazón. El Hijo de Dios es la plenitud del pastoreo confiado por Yahvé a Moisés, a quien vamos a dedicar unas líneas, ya que su experiencia como pastor al conducir al pueblo de Israel por el desierto hasta las puertas de la tierra prometida, es un bello y profundo reflejo de los pastores de la Iglesia, cuya misión es conducir sus ovejas, los hombres y mujeres del mundo entero, hacia Jesucristo. Nadie va al Padre sino a través de Él (Jn 14,6b). Más aún, si Moisés llevó al pueblo que Dios le confió hasta las puertas de la tierra prometida, los pastores según su corazón llevarán a sus rebaños hacia las puertas por las que los vencedores llegan hasta Dios (Sl 118,19-20). Los pastores moldeados por el Hijo de Dios no se sirven de las ovejas para su propio provecho, prebendas o glorias, sino que, movidos por el amor y solicitud hacia ellas, dan lo mejor de sí mismos, su vida, a fin de conducirlas hacia Jesucristo, la única Puerta de acceso a la Vida, como Él mismo atestigua (Jn 10,9). Volviendo a Moisés, hemos de señalar que no fue en absoluto dócil el rebaño que Dios le confió. Incontables fueron sus rebeliones, desánimos y chantajes, hasta el punto de querer desandar el camino recorrido en el desierto y volverse a Egipto porque no se fiaban ni de Dios ni del pastor que había preparado para ellos. Sin embargo, a pesar de tantas contradicciones, Moisés no abandonó a su rebaño. Sus ovejas llegaron a “amargarle el alma”, como nos dice el salmista (Sl 106,33), mas no por ello Moisés, amigo de Dios, desistió de su pastoreo, de su misión. Amaba demasiado a Dios y a su rebaño -he ahí el doble mandamiento dado por Yahvé a su pueblo y explicitado por Jesucristo (Mt 22,37-39)- como para desistir y abandonarlo a su suerte.
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