miércoles, 12 de septiembre de 2012

LAS SORPRESAS DE DIOS


En la vida de los discípulos (y en la nuestra), que a veces están tan marcada por la rutina, de repente irrumpe Jesús. El Señor nos llama únicamente a tareas o misiones concretas… nos llama a que lo que vivamos lo vivamos en abundancia. No nos llama a subsistir, sino a disfrutar y a vivir intensamente. No nos llama a aguantar, sino a descubrir y agradecer lo que se nos regala día a día… No hay estado ni edad que no sea el adecuado para que Dios se cruce por nuestro camino. La llamada de Dios es siempre para dar, para multiplicar los talentos… Ojalá que no tengamos miedo de pasar del blanco y negro a la vida en color.








Un aspecto que nos impacta fuertemente al analizar la llamada que Dios dirige a alguien para una misión concreta es lo que podríamos denominar “su falta de prudencia”, su saltarse las más elementales normas que rigen a la hora de fijarse en alguien para un determinado proyecto.  Estamos hablando de la idoneidad, de la capacidad de personas que no parecen de por sí  las más adecuadas  en orden a asumir un encargo de tanta responsabilidad, como lo son todos los encargos de Dios, para llevar a cabo satisfactoriamente lo que Él les propone. Si se me permite una ligera ironía, diría que, cuando Dios llama así, el acto de fe es más necesario en Él que en la persona llamada.

Dios tiene sus criterios que menos mal que no se equiparan con  los nuestros, ya que somos, una y otra vez, seducidos, influenciados y movidos por las apariencias, hasta el punto de que valoramos a los demás según su fachada. Dios no mira las apariencias sino el corazón. Recordemos el diálogo habido entre el profeta Natán y Jesé, padre de David. Natán había sido enviado a casa de éste con la misión de escoger entre sus hijos al rey que habría de sustituir a Saúl (1Sm 16,1). Jesé le presenta al mayor de ellos, Eliab, sin duda el que reunía las mejores condiciones y cualidades humanas, altura, prestancia, fuerza, habilidad…, para ser rey. Sin embargo, Dios dijo a Samuel: “No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahvé mira el corazón” (1Sm 16,7).

La mirada de Dios no es como la mirada de los hombres. Si tuviéramos que analizarlas, diríamos que la mirada del hombre tiene mucho de egocéntrica, detrás y delante de ella van atados nuestros intereses; además somos enormemente débiles y pobres en objetividad ante las apariencias que nos deslumbran. La mirada de Dios, en cambio, es creadora como creador es Él, es capaz de convertir el yermo en un vergel: “Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar de aguas. Pondré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivares. Pondré en la estepa el enebro, el olmo y el ciprés a una…” (Is 41,18b-19).

Así es como Dios llama a sus pastores: mirándoles. No es una mirada sopesadora, menos aún inquisidora. Dios no necesita investigar a fondo para conocernos, bien sabe quiénes y cómo somos por fuera y por dentro. Recordemos lo que Jesús pensaba acerca de aquellos que, a la vista de sus milagros, decían y profesaban su fe en Él. Lo conocemos por el testimonio de Juan: “…muchos creyeron en su nombre al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre” (Jn 2,23b-25).

En realidad la mirada del Hijo de Dios al llamar a los suyos es como un espejo en el que los llamados pueden conocer quiénes y cómo son por una parte, y por otra evitar que  se asusten o se escandalicen de sí mismos, ya que Él, que les mira y llama, se responsabilizará dando su vida por ellos a fin de que lleguen a ser sus pastores: “Jesús les dijo: Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres. Al instante, dejando las redes, le siguieron” (Mc 1,17-18).

Nos adentramos en la llamada de Jesús a Pedro con el fin de disfrutar del relato catequético tal y como nos lo ofrece Juan. El evangelista puntualiza que Jesús fijó su mirada en él y le llamó: “Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que quiere decir, Piedra” (Jn 1,42).



 

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