En la vida de los discípulos (y en la nuestra), que a veces están tan marcada por la rutina, de repente irrumpe Jesús. El Señor nos llama únicamente a tareas o misiones concretas… nos llama a que lo que vivamos lo vivamos en abundancia. No nos llama a subsistir, sino a disfrutar y a vivir intensamente. No nos llama a aguantar, sino a descubrir y agradecer lo que se nos regala día a día… No hay estado ni edad que no sea el adecuado para que Dios se cruce por nuestro camino. La llamada de Dios es siempre para dar, para multiplicar los talentos… Ojalá que no tengamos miedo de pasar del blanco y negro a la vida en color.
Un aspecto que
nos impacta fuertemente al analizar la llamada que Dios dirige a alguien para
una misión concreta es lo que podríamos denominar “su falta de prudencia”, su
saltarse las más elementales normas que rigen a la hora de fijarse en alguien
para un determinado proyecto. Estamos
hablando de la idoneidad, de la capacidad de personas que no parecen de por
sí las más adecuadas en orden a asumir un encargo de tanta
responsabilidad, como lo son todos los encargos de Dios, para llevar a cabo
satisfactoriamente lo que Él les propone. Si se me permite una ligera ironía,
diría que, cuando Dios llama así, el acto de fe es más necesario en Él que en
la persona llamada.
Dios tiene sus
criterios que menos mal que no se equiparan con
los nuestros, ya que somos, una y otra vez, seducidos, influenciados y
movidos por las apariencias, hasta el punto de que valoramos a los demás según
su fachada. Dios no mira las apariencias sino el corazón. Recordemos el diálogo
habido entre el profeta Natán y Jesé, padre de David. Natán había sido enviado
a casa de éste con la misión de escoger entre sus hijos al rey que habría de
sustituir a Saúl (1Sm 16,1). Jesé le presenta al mayor de ellos, Eliab, sin
duda el que reunía las mejores condiciones y cualidades humanas, altura,
prestancia, fuerza, habilidad…, para ser rey. Sin embargo, Dios dijo a Samuel:
“No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La
mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las
apariencias, pero Yahvé mira el corazón” (1Sm 16,7).
La mirada de
Dios no es como la mirada de los hombres. Si tuviéramos que analizarlas,
diríamos que la mirada del hombre tiene mucho de egocéntrica, detrás y delante
de ella van atados nuestros intereses; además somos enormemente débiles y
pobres en objetividad ante las apariencias que nos deslumbran. La mirada de
Dios, en cambio, es creadora como creador es Él, es capaz de convertir el yermo
en un vergel: “Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar
de aguas. Pondré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivares. Pondré
en la estepa el enebro, el olmo y el ciprés a una…” (Is 41,18b-19).
Así es como
Dios llama a sus pastores: mirándoles. No es una mirada sopesadora, menos aún
inquisidora. Dios no necesita investigar a fondo para conocernos, bien sabe
quiénes y cómo somos por fuera y por dentro. Recordemos lo que Jesús pensaba
acerca de aquellos que, a la vista de sus milagros, decían y profesaban su fe
en Él. Lo conocemos por el testimonio de Juan: “…muchos creyeron en su nombre
al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los
conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de
los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre” (Jn 2,23b-25).
En realidad la
mirada del Hijo de Dios al llamar a los suyos es como un espejo en el que los
llamados pueden conocer quiénes y cómo son por una parte, y por otra evitar
que se asusten o se escandalicen de sí
mismos, ya que Él, que les mira y llama, se responsabilizará dando su vida por
ellos a fin de que lleguen a ser sus pastores: “Jesús les dijo: Venid conmigo,
y os haré llegar a ser pescadores de hombres. Al instante, dejando las redes,
le siguieron” (Mc 1,17-18).
Nos adentramos
en la llamada de Jesús a Pedro con el fin de disfrutar del relato catequético
tal y como nos lo ofrece Juan. El evangelista puntualiza que Jesús fijó su
mirada en él y le llamó: “Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres
Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas, que quiere decir, Piedra” (Jn
1,42).
No hay comentarios:
Publicar un comentario