jueves, 17 de octubre de 2013

Seducidos por el Fuego


Es tan suave e intenso a la vez el querer que anida en mi alma que cuando, desde tu Palabra, te abres a mí, Dios mío, conviertes el instante en eternidad. Sí, un sereno instante tuyo es suficiente para contemplar sin velos la eternidad de tu amor. Sólo ese sereno instante de esos que tú sabes me eleva hacia ti, Dios mío (Paul Jeremie).

 

 
Heme aquí, aquí estoy, envíame, dice Isaías al oír la voz de Yahvé que clamaba: “¿A quién enviaré?” (Is 6,8).  El heme aquí del profeta está recogido en un marco parecido al de Moisés. Si éste contempló la zarza ardiente sin consumirse, Isaías es testigo con sus propios ojos de la Gloria de Dios, que en la espiritualidad bíblica se identifica con su Fuego. Isaías queda paralizado por el miedo: entonces  el Fuego se llega hasta él, hasta su boca (Is 6,7). Acto seguido recibe la misión profética, a la que responde ¡heme aquí!, como ya hemos visto. El paralelismo de la llamada de Isaías con la de Moisés no hay que rebuscarlo. El Espíritu Santo, que movió la pluma de los autores bíblicos, los ha hecho transparentes.

Entramos ahora en una faceta que podría causar extrañeza e incluso reservas bastante serias. Me refiero al hecho de que todo aquel que se acerca al Fuego termina siendo cautivado por Él, así es como hemos titulado este capítulo. Es cierto que esto nos puede poner un poco a la defensiva, ya que suena algo parecido a sumisión, e incluso prisión, estilo de vivir fanático que tienen su caldo de cultivo en las sectas de todo tipo.

Abordamos el espinoso asunto, éste de llegar a ser rehenes del Fuego desde la experiencia de Jeremías, profeta del que ya anuncié que volveríamos a citar. Sondeemos su llamada y también sus reticencias, la exposición de sus dificultades -más bien impotencias- para aceptarla. Dios diluye todos sus razonamientos con una promesa acompañada de un hacer que dejan a Jeremías sin objeciones. Dios parte de una promesa: “¡No temas, que yo estoy contigo!”, que acompaña con un hacer: “Mira que pongo mis palabras en tu boca” (Jr 1,8-9).

El profeta es consciente de lo que ha recibido. De hecho llega a conocer el gusto, el saborear la Palabra de Dios. La confesión de este sabor que le llenaba las entrañas es toda una antología de la espiritualidad de la Palabra. No estudia las palabras de Dios, las devora  -siguiendo su propia confesión- porque colman su corazón, todo su ser, de gozo y alegría indescriptible: “Encontraba tus palabras, y yo las devoraba; eran tus palabras para mí un gozo y alegría de mi corazón, porque se me llamaba por tu Nombre, Señor y Dios mío” (Jr 15,16).

Hasta ahí bien, incluso demasiado bien, hasta que su pueblo le sumerge en un baño de realidad. El profeta está aturdido, se queda atónito al comprobar que su anuncio profético -que suponía habría de ser acogido con gozo y alegría y, por supuesto, con gratitud por su pueblo- provoca el más brutal de los rechazos. El gozo de su predicación se ve desfigurado ante el oprobio que ésta le provoca. Nos lo cuenta desgarradoramente: “La palabra de Yahvé ha sido para mí oprobio y mofa cotidiana” (Jr 20,8b). Nuestro buen amigo está sumido en el más cruel de los desconciertos. Su propia gente, el Israel que se enorgullece de ser el pueblo del oído, el único en toda la tierra a quien Dios se ha dirigido personalmente con su Palabra (Dt 4,35-37), ha pasado a ser su más acérrimo enemigo; la razón de esta enemistad y persecución es solamente una: las palabras que Dios ha puesto en su boca.

      Jeremías se desmorona, está al límite de sus fuerzas; es tal el estado de su abatimiento y hasta depresión que llega incluso a decir: ¡se acabó! “No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre”. (Jr 20.9a). Lo dijo, pero no pudo hacerlo. Las palabras que Dios había puesto en su boca y que, con el tiempo, aprendió a saborear, se habían  hecho Fuego en su interior: “Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido a mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr 20,9b).

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