Es
tan suave e intenso a la vez el querer que anida en mi alma que cuando, desde
tu Palabra, te abres a mí, Dios mío, conviertes el instante en eternidad. Sí,
un sereno instante tuyo es suficiente para contemplar sin velos la eternidad de
tu amor. Sólo ese sereno instante de esos que tú sabes me eleva hacia ti, Dios
mío (Paul Jeremie).
Heme aquí, aquí
estoy, envíame, dice Isaías al oír la voz de Yahvé que clamaba: “¿A quién
enviaré?” (Is 6,8). El heme aquí del
profeta está recogido en un marco parecido al de Moisés. Si éste contempló la
zarza ardiente sin consumirse, Isaías es testigo con sus propios ojos de la Gloria de Dios, que en la
espiritualidad bíblica se identifica con su Fuego. Isaías queda paralizado por
el miedo: entonces el Fuego se llega
hasta él, hasta su boca (Is 6,7). Acto seguido recibe la misión profética, a la
que responde ¡heme aquí!, como ya hemos visto. El paralelismo de la llamada de
Isaías con la de Moisés no hay que rebuscarlo. El Espíritu Santo, que movió la
pluma de los autores bíblicos, los ha hecho transparentes.
Entramos ahora en
una faceta que podría causar extrañeza e incluso reservas bastante serias. Me
refiero al hecho de que todo aquel que se acerca al Fuego termina siendo
cautivado por Él, así es como hemos titulado este capítulo. Es cierto que esto
nos puede poner un poco a la defensiva, ya que suena algo parecido a sumisión,
e incluso prisión, estilo de vivir fanático que tienen su caldo de cultivo en
las sectas de todo tipo.
Abordamos el espinoso
asunto, éste de llegar a ser rehenes del Fuego desde la experiencia de
Jeremías, profeta del que ya anuncié que volveríamos a citar. Sondeemos su
llamada y también sus reticencias, la exposición de sus dificultades -más bien
impotencias- para aceptarla. Dios diluye todos sus razonamientos con una
promesa acompañada de un hacer que dejan a Jeremías sin objeciones. Dios parte
de una promesa: “¡No temas, que yo estoy contigo!”, que acompaña con un hacer:
“Mira que pongo mis palabras en tu boca” (Jr 1,8-9).
El profeta es
consciente de lo que ha recibido. De hecho llega a conocer el gusto, el
saborear la Palabra
de Dios. La confesión de este sabor que le llenaba las entrañas es toda una
antología de la espiritualidad de la Palabra. No estudia las palabras de Dios, las
devora -siguiendo su propia confesión-
porque colman su corazón, todo su ser, de gozo y alegría indescriptible:
“Encontraba tus palabras, y yo las devoraba; eran tus palabras para mí un gozo
y alegría de mi corazón, porque se me llamaba por tu Nombre, Señor y Dios mío”
(Jr 15,16).
Hasta ahí bien,
incluso demasiado bien, hasta que su pueblo le sumerge en un baño de realidad.
El profeta está aturdido, se queda atónito al comprobar que su anuncio
profético -que suponía habría de ser acogido con gozo y alegría y, por
supuesto, con gratitud por su pueblo- provoca el más brutal de los rechazos. El
gozo de su predicación se ve desfigurado ante el oprobio que ésta le provoca.
Nos lo cuenta desgarradoramente: “La palabra de Yahvé ha sido para mí oprobio y
mofa cotidiana” (Jr 20,8b). Nuestro buen amigo está sumido en el más cruel de
los desconciertos. Su propia gente, el Israel que se enorgullece de ser el
pueblo del oído, el único en toda la tierra a quien Dios se ha dirigido
personalmente con su Palabra (Dt 4,35-37), ha pasado a ser su más acérrimo
enemigo; la razón de esta enemistad y persecución es solamente una: las
palabras que Dios ha puesto en su boca.
Jeremías se desmorona, está al límite de sus fuerzas; es tal el estado de su abatimiento y hasta depresión que llega incluso a decir: ¡se acabó! “No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre”. (Jr 20.9a). Lo dijo, pero no pudo hacerlo. Las palabras que Dios había puesto en su boca y que, con el tiempo, aprendió a saborear, se habían hecho Fuego en su interior: “Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido a mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr 20,9b).
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