Cuando una sociedad dedica una buena parte de sus
recursos, tanto económicos como humanos, en abrir salidas ficticias a las
insaciables aspiraciones del hombre, algo muy caro se acaba pagando. Todo lo
que, aun inconscientemente, no tiene otro fin
que el de anestesiar el aburrimiento se acaba pagando.
Jeremías es
prisionero, cautivo, del Fuego que había prendido en sus entrañas a causa de la
Palabra. Por supuesto que, si se empeñase en ello, podría volver a vivir su
vida como se le antojara, ajeno a la misión recibida. Podría, pero dejaría de
ser ese “algo de Dios” que todo hombre que acoge la Palabra alberga en su alma.
Puede, pues, pero no quiere. Tiene la sabiduría suficiente para abrazarse, con
toda la pasión que le impulsa, al fuego que, como dirá siglos más tarde san
Juan, “le hace semejante a Dios” (1Jn 3,2b). Además, si se arranca el Fuego de
Dios que hace ya parte de su alma, ¿adónde iría con su vida? También aquí se
adelantó a los apóstoles, en este caso a Pedro cuando, presentada la ocasión de
volverse atrás en el seguimiento de Jesús como acababan de hacer muchos de sus
discípulos (Jn 6,66), “no le quedó” más remedio que confesar: “Señor, ¿dónde
quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna…” (Jn 6,68).
Prisionero Jeremías, prisioneros Pedro y los
apóstoles. Prisioneros también todos aquellos que dejan que en sus entrañas
habite el Fuego de Dios. Prisioneros del Fuego, de Dios, y sorprendentemente…
libres; sí, grandiosamente libres para amar hasta la muerte a sus ovejas, aquellas
a las que, por obra y gracia de Dios, hacen partícipes de la Vida que Él les ha
concedido gratuitamente. Son discípulos y son pastores, no tienen vuelta atrás.
Es como si hubiesen dejado a sus espaldas las limitaciones de la muerte e
introducidos en el Sabor de la Vida. En este caso, extinguir el Fuego supondría
deshacer el ser, la razón de su vivir, y nadie en su sano juicio atenta contra
sí mismo. Son prisioneros, son amantes, son pastores, son libres para ir a
cualquier parte del mundo en busca de las ovejas que Dios les ha confiado. Son
pastores según el corazón de Dios, los pastores que necesitan los hombres de
todos los tiempos, nada les paraliza.
En la misma línea
de Jeremías, quien no podía extinguir el Fuego que se había hecho alma de su
alma, situamos la respuesta que Pedro y Juan dieron al Sanedrín que pretendía
impedirles predicar el Evangelio de Jesús: “No podemos dejar de hablar de lo
que hemos visto y oído” (Hch 4,20).
No se trata de
cabezonerías y menos aún de fanatismos. Es un “no podemos” que nos recuerda a
Jeremías. De hecho proclaman a los ancianos del Sanedrín que no están
dispuestos a renunciar a ser lo que son: hombres nuevos a causa de Jesucristo.
Han visto, han oído y… son. Pretender que dejen de lado lo que han visto y
oído, pretender que sus labios sean sellados, es pretender que se desentiendan
del nuevo ser que han recibido del Resucitado (1P 1,3-4).
No es, pues,
cabezonería ni fanatismo, sino instinto de supervivencia; así entienden su ser
pastores. No hay duda que el Fuego de Dios que habían recibido en Pentecostés
(Hch 2,3) les hizo cautivos del Evangelio de la gracia con el que rompían las
cadenas de los hombres, de todos los hombres; a todos los reconocían como
hermanos suyos.
No podemos
concluir este capítulo sin mencionar a Pablo, quien, liberado por Jesucristo de
la ley del pecado y de la muerte (Rm 8,2), se enorgullece de reconocerse
prisionero del Espíritu Santo (Hch 20,22). Él le conducirá allí donde el Señor
Jesús desea que predique su Evangelio, “el que irradia vida e inmortalidad”
(2Tm 2,10).
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