Cuando una persona se acerca al
Evangelio con especial ternura acariciando sus palabras, éstas, como
emprendiendo un vuelo, se elevan hacia su alma. Las palabras pasan de ser tinta
impresa en un papel a ser soplo de Dios que transforma en vergel las arideces
de nuestras persistentes monotonías.
Comenzamos este capítulo con una de las profecías de
Isaías que, a nuestro parecer, revela con mayor fuerza la misión del Mesías.
Nos da a conocer que éste anunciará la Buena Nueva de la salvación a los
pobres, a los cautivos, a los que, sobrecargados de tanto sufrimiento, tienen
el corazón desfallecido. Contiene tanta fuerza su anuncio, su Buena Nueva, que
podrá cambiar totalmente la vida de los que lo acojan: el luto y el abatimiento
darán lugar al gozo, resurgirá la
alegría de vivir. Culmina Isaías su profecía con una promesa sorprendente: A
estos hombres, rescatados por el Mesías de todas estas profundidades, se les
llamará “robles de justicia, plantación de Dios para manifestar, irradiar su
gloria” (Is 61,3b).
Por supuesto que el anuncio de Isaías alcanza a todos
los discípulos del Hijo de Dios, a todos los que guardan su Evangelio. Hecha
esta puntualización y dado el tema señero de este libro, centramos nuestra
atención en aquellos a los que Jesús llama de forma especial al sacerdocio, por
la particular resonancia con que les alcanza esta profecía. Así lo creemos
porque especial es la misión de estos hombres, y que consiste de forma
primordial en pastorear las ovejas que el Hijo de Dios les confía. Para
llevarla a cabo necesitan un corazón como el suyo. Hablamos de pastores que
puedan alimentar sus rebaños en pastos de sabiduría y discernimiento (Jr 3,15).
Plantación de Jesucristo, que es la Sabiduría y Fuerza
de Dios (1Co 1,22). Así es como podemos llamar, con la autoridad que nos da la
Escritura, a aquellos que el Señor Jesús llamó, y continúa llamando, “para que
estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14a). He aquí un rasgo
distintivo de los pastores que Jesucristo reconoce como plantación suya, obra
de sus manos. Son hombres expertos en debilidades, empezando por las suyas;
pero que, como la esposa del Cantar de los Cantares, están a gusto con Él (Ct
2,3). En esta intimidad son revestidos de su fortaleza. Su profundo estar con
su Señor les impulsa a estar con los hombres con la Palabra de gracia que Él
–su único Maestro- ha sembrado en el fértil terruño de sus almas.
Hombres que, guiados por su Maestro, han aprendido a
estar con Dios como Padre suyo que es, a saborearlo (recordemos que en la
lengua y cultura de Israel sabor y saber vienen de la misma raíz). Hablamos de
hombres injertados en Dios por cuya razón irradian y manifiestan su gloria, y
ante los cuales nadie queda indiferente, porque las huellas de Dios que
configuran sus rostros son luminosas. Se les puede aceptar o rechazar, mas
nunca ignorar. Su predicación así como sus liturgias llevan la misma firma: el
Rostro de Dios, su Teofanía y su Teofonía –su Voz-.
Así como “los cielos proclaman la gloria de Dios, y el
firmamento la obra de sus manos (Sl 19,2), las obras de estos pastores
(apasionados por Dios y su Evangelio, lo que les hace Dios es bueno con todos,
que, “como la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Dios
para quienes le buscan…, pues se acuerda de que somos polvo” (Sl
103,13-14).
Pastores misericordiosos con las debilidades de sus
hermanos, porque han conocido en su propia carne la misericordia y la ternura de Dios. Saben también que no
brillan con luz propia, por ello no se atribuyen ningún mérito en su pastoreo;
de ahí el auténtico pánico que tienen ante cualquier asomo de adulación. Se
sienten entrañablemente cercanos, son testigos de que su hacer emana de la
sabiduría y gracia de Dios. Ante estos pastores, los hombres “glorifican a su
Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
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