sábado, 31 de mayo de 2014

Excluidos con ÉL

No hay mayor acto de amor al hombre que el de anunciar el Evangelio  de Dios, es así como recibe la Luz que le permite encontrar su alma o,
dicho de otra forma, le permite encontrarse.


             De todos es conocida la conmoción que sacudía los corazones de los que oían la predicación del Hijo de Dios. Conmoción que se hizo patente, por ejemplo, a raíz de sus catequesis del llamado Sermón de la Montaña. Comenta Mateo que la multitud “quedó asombrada de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mt 7,28-29). Por poner otro ejemplo, recordemos aquella vez en que incluso los guardias que habían sido enviados para detenerle no se sintieron con ánimo para hacerlo, y la excusa que dieron a los sumos sacerdotes y fariseos fue que “Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre” (Jn 7,46).

¿Qué tenían de especial las palabras de Jesús para marcar una diferencia tan abismal con la de los escribas y demás maestros de Israel? La respuesta a esta pregunta no la vamos a dar nosotros, sino que nos servimos de lo que dijo Pedro a Jesús después de oír su catequesis sobre el Pan de Vida: “Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68b). He aquí la diferencia abismal. Mientras los otros maestros de Israel le ofrecen consejos morales que, en definitiva, no son más que palabras inertes, propias de un dios inerte llamado dinero (Mt 6,64), el Señor Jesús proclama palabras vivas, propias del Dios vivo.

La cuestión es que las palabras vivas del Hijo de Dios chocan frontalmente con el sistema fraudulento que, tarde o temprano, toma cuerpo a causa del culto a la ley. Ante este choque la exclusión de quien lo provoca está servida.

Imaginemos la desestabilización que supuso para sus oyentes palabras como “mirad las aves del cielo, mirad los lirios del campo; vuestro Padre celestial está pendiente de ellos, ¿no lo va a estar mucho más de vosotros que sois preciosos a sus ojos?” (Mt 6,25…). No digamos ya cuando exhortó a sus discípulos a amar a sus enemigos, a los que les odian, a hacerles el bien sin esperar nada de ellos… (Lc 6,27).

No hay duda de que con esta forma de predicar y, por supuesto, de actuar, Jesús se ganó a pulso, primero la sospecha, y después la exclusión del pueblo santo. Sí, Él es el Gran Excluido de la historia. Exclusión más que “justificada” por los sumos sacerdotes, escribas, fariseos y, para remate, de todo el pueblo al acoger a Barrabás, culminando así el rechazo frontal al Hijo de Dios. Excluido, rechazado y levantado en la cruz, se convirtió en fuente de vida y esperanza de todos los excluidos por su causa, a los que Él mismo llama bienaventurados: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos…” (Mt 5,11-12).

La mayúscula y enorme paradoja estriba en que de Jesús, el Excluido por excelencia a causa de sus palabras, habló Dios, su Padre, en el Tabor con una claridad que no admite la menor duda. Dijo: “¡Escuchadle!” Sí, nos parece seguir oyendo al Padre: Escuchadle, por más que lo que dicen de Él los que se llaman mis servidores, tengan a mi Hijo por endemoniado, inculto, embaucador y hasta blasfemo (Mt 6,65). ¡Escuchadle!, porque “Yo vivo en él y él en mí” (Jn 14,11).

 

 

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