lunes, 4 de julio de 2016

Dios no descansa




Llegados a este punto del curso, “el descanso” adquiere todo el protagonismo en nuestro pensamiento y en nuestra conversación. El descanso se exige como un derecho o se desea con ansia, desde los agobios del “estrés” y el sueño de una vida tranquila y libre.
Esto es así, hablando en general. Nada que objetar. Podemos recordar incluso aquellas invitaciones al descanso que nos hacía el Papa Benedicto XVI por estas fechas, llamándonos a vivirlo con un sentido humanista, como recuperación y crecimiento personal. Su mensaje obedecía a un análisis en profundidad de la cultura que mitifica la eficacia, el activismo y el éxito. El holandés Piet van Breemen escribía:
“La queja en boca de muchas personas de que están estresadas por el exceso de trabajo suena un poco como una autoglorificación disfrazada… apelar a la falta de tiempo se ha convertido en un elemento de distinción y de prestigio…”
En ese mismo sentido reconocemos a veces una cierta psicopatía que podemos denominar sencillamente “adicción al trabajo”. No solo adicción al dinero que con el trabajo se puede ganar, sino también adicción a la actividad misma, en la que la persona se siente realizada, creativa, poderosa… o quizá liberada de determinados problemas de la vida, a los que uno prefiere no enfrentarse.
Desgraciadamente no todos se pueden permitir estos lujos. No son pocos quienes hoy tienen un deseo y un sueño bien distinto, porque sufren la tragedia precisamente de estar en el paro. Son quienes viven en precariedad constante, en un descanso forzado y haciendo frente a sentimientos de inutilidad y marginación.
Quisiéramos vivir el tiempo de descanso con los ojos abiertos, con una mirada hacia la realidad y un corazón consecuente. Quisiéramos que el descanso no fuera un tiempo puramente evasivo. Quisiéramos, en pleno descanso, recordar que hay una forma de trabajar alienante y una vida sin trabajo que atenta contra la dignidad de la persona.
Nos ayudará a los creyentes recordar algo que animaba tanto a los fieles de Israel. Ellos estaban convencidos de que “Dios siempre tiene los ojos abiertos”. No hay ni un momento que escape de su cuidado amoroso, ni un lugar oculto a su mirada. De esta convicción brotaron bellas oraciones sálmicas:
“El sol durante el día no te hará daño, ni la luna de noche… Él te guarda a su sombra, no permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme, no duerme ni reposa el guardián de Israel” (Sl 121,3-6)

“Me cubres con tu palma… ¿A dónde iré lejos de tu aliento, a dónde escaparé de tu mirada? Si escalo al cielo allí estás tú, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si emigro hasta el margen de la aurora o hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha” (Sl 138,5.7-8)

Son maneras de decir que Dios es eterno y omnipresente. Eterno quiere decir que está siempre vivo, que es una fuente inagotable. Omnipresente quiere decir que no hay lugar al que Él no pueda acceder y hacerse presente. Y, como su ser es amar, no hay ni un momento que deje de amarnos, como no hay lugar que escape de su abrazo.
Nosotros vivimos pasando del día a la noche, del calor al frío, del trabajo al descanso, del buen humor al mal genio, de la alegría al llanto… Pero el amor de Dios no es voluble, no se cansa ni se agota, sigue con los ojos abiertos día y noche, en el trabajo y en el descanso, aquí y en la otra parte del mundo. Por eso, quienes intentamos creer en Él no damos vacaciones al amor. Al contrario, ¿no será el descanso ocasión propicia para crecer amando?
 Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat


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