Y como
ocho días después de estas palabras, Jesús tomó consigo a Pedro, a Juan
y a Jacobo , y subió al monte a orar. Mientras oraba, la apariencia de su rostro
se hizo otra, y su ropa se hizo blanca y resplandeciente.
y a Jacobo , y subió al monte a orar. Mientras oraba, la apariencia de su rostro
se hizo otra, y su ropa se hizo blanca y resplandeciente.
Lc
9,28-29
Siempre que queremos sentirnos abrazados por el Señor, rezamos.
Tan solo levantar los ojos y lanzar una palabra a Jesús desde nuestro
corazón, y sentimos sus brazos infinitos abrazando nuestra soledad, nuestro
miedo, nuestra angustia.
Tanto nos aprieta contra Él que, a medida que nuestra oración discurre
lentamente, sentimos que nuestra pena se diluye y su amor nos invade.
Deberíamos rezar sin descanso para no dejar de experimentar estos momentos,
pero, para poder rezar tenemos que parar nuestro tiempo y entrar en el tiempo
de Dios.
Y el tiempo de Dios exige silencio y los hombres vivimos entre tanto
ruido….
A veces el ruido de nuestro interior
es incluso más fuerte que el de nuestro entorno.
El ruido de nuestros planes, de nuestra vanagloria, de nuestro control, de
nuestras vanidades, de nuestra soberbia.
Somos así, Padre, a Ti no te vamos a engañar.
Estamos hechos de polvo divino mezclado con barro muy pesado que sujeta
nuestros pies al suelo.
Queremos elevarnos, pero el barro tiene querencia a la tierra.
Por eso, cuando rezamos, Tú consigues que nuestro barro cambie su
naturaleza durante unos minutos y todo nuestro ser se convierta en una nube de
Ti, entre tus brazos.
Todo nuestro cuerpo elevado y fundido con el corazón de Dios, en un abrazo
infinito, intenso, eterno….
Señor,
te estoy llamando, ven de prisa,
escucha mi voz cuando te llamo.
Suba mi oración como incienso en tu presencia,
el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.
Salmo
140, 1-2
Olga Alonso Pelegrín
No hay comentarios:
Publicar un comentario