Muchas veces se ha dicho y
repetido de una u otra forma que los caminos de Dios son distintos a los de los
hombres. Esto es casi un axioma para el cristiano, infinidad de pasajes
evangélicos avalarían la anterior aseveración por lo que no es menester ejemplificar,
pero con todo y con ello refresquemos la memoria aunque solo sea como vía
argumentativa con unos pocos ejemplos: la parábola de los jornaleros (los
primeros protestan porque ellos, que han
aguantado el peso del día y el bochorno, han sido tratados como los últimos,
que solo han trabajado una hora);
parábola del perdón (nosotros cuantificamos: ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿hasta setenta veces?, Jesús
dice que siempre); el ejemplo más palmario sería que Él murió para salvarnos,
¿quién de los humanos ha hecho o hará jamás otro tanto? Los ejemplos podrían
ser muchísimos más, pero no es necesario para algo que es lo suficientemente
nítido.
Sin embargo hay un pasaje
evangélico en que coincide el punto de vista divino y el humano, este es el relato de la lámpara escondida (Lc 8, 16-18). Parece que todos estamos de
acuerdo en que “nadie que ha encendido
una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la
pone en el candelero para que los que entren vean la luz”. La cita es tan evidente
que no merece explicación, pero tratemos de exprimirla un poco más a fin de
sacarle algún fruto espiritual.
El sentido que Jesús quiso darle
parece que no puede ser otro que el de que nos insta a ser una luz clara y radiante
para dar luz en lo espiritual al prójimo; ¿cómo podemos hacerlo? Quizá antes de
responder a esta pregunta sería más prudente y práctico pensar en el modelo, en
el ejemplo a seguir para ser una buena lámpara y este no puede ser otro que
Jesús de Nazaret. Él es el único
modelo para los cristianos ‒e
incluso los no cristianos lo citan como ejemplo en ciertas ocasiones‒. Siendo
el Ser Supremo se abajó a hacerse uno como nosotros, vivió de una forma humilde
y sencilla, estuvo tres años explicando su doctrina y como colofón murió de la
forma más humillante. Ahí lo tenemos en lo alto de una cruz sobre un monte
iluminando al mundo entero.
Volvamos atrás. ¿Cómo podemos hacerlo? Pues, si Él es nuestro modelo de
luz, es evidente que habrá que hacer lo mismo y de la misma manera que Él: llevar
su doctrina lo más clara y fiel posible a los demás, esto es, haciéndonos
presentes en medio del mundo como tales cristianos y sin tapujos, hablar sin
complejo y sobre todo vivir, dar ejemplo con nuestra vida, con las obras, con
nuestro actuar. De ninguna manera puede haber disensión o contradicción entre
nuestro decir y nuestro proceder. El primer, mayor y mejor ejemplo son las
obras. Que nadie pueda decir aquello de haced lo que yo diga, pero no hagáis lo
que yo hago. Así de sencillo es nuestro iluminar: el ejemplo; es la mejor forma
de que los demás vean, es la mejor forma de que la casa esté iluminada y nadie
pueda tropezar. Ahora bien, si llevamos doble vida entre el decir y el obrar,
seguro que crearemos confusión en vez de claridad; no seríamos de fiar y esto
es una de las peores cosas que le puede ocurrir al cristiano. Por tanto,
podemos concluir que no hay otra forma mejor para que nuestra lámpara ilumine a
los demás que el ejemplo de vida. Con un pequeño cambio de la palabra “imagen”
(del dicho periodístico) por “ejemplo”, se podría decir que un ejemplo vale más
que mil palabras.
Pedro José Martínez Caparrós
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