martes, 26 de septiembre de 2017

La luz de la lámpara







Muchas veces se ha dicho y repetido de una u otra forma que los caminos de Dios son distintos a los de los hombres. Esto es casi un axioma para el cristiano, infinidad de pasajes evangélicos avalarían la anterior aseveración por lo que no es menester ejemplificar, pero con todo y con ello refresquemos la memoria aunque solo sea como vía argumentativa con unos pocos ejemplos: la parábola de los jornaleros (los primeros protestan porque ellos, que han aguantado el peso del día y el bochorno, han sido tratados como los últimos, que solo han trabajado una hora); parábola del perdón (nosotros cuantificamos: ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿hasta setenta veces?, Jesús dice que siempre); el ejemplo más palmario sería que Él murió para salvarnos, ¿quién de los humanos ha hecho o hará jamás otro tanto? Los ejemplos podrían ser muchísimos más, pero no es necesario para algo que es lo suficientemente nítido.

Sin embargo hay un pasaje evangélico en que coincide el punto de vista divino y el humano, este es  el relato de la lámpara escondida (Lc 8, 16-18). Parece que todos estamos de acuerdo en que “nadie que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz”. La cita es tan evidente que no merece explicación, pero tratemos de exprimirla un poco más a fin de sacarle algún fruto espiritual.

El sentido que Jesús quiso darle parece que no puede ser otro que el de que nos insta a ser una luz clara y radiante para dar luz en lo espiritual al prójimo; ¿cómo podemos hacerlo? Quizá antes de responder a esta pregunta sería más prudente y práctico pensar en el modelo, en el ejemplo a seguir para ser una buena lámpara y este no puede ser otro que Jesús de Nazaret. Él es el único modelo para los cristianos ‒e incluso los no cristianos lo citan como ejemplo en ciertas ocasiones‒. Siendo el Ser Supremo se abajó a hacerse uno como nosotros, vivió de una forma humilde y sencilla, estuvo tres años explicando su doctrina y como colofón murió de la forma más humillante. Ahí lo tenemos en lo alto de una cruz sobre un monte iluminando al mundo entero.

Volvamos atrás. ¿Cómo podemos hacerlo? Pues, si Él es nuestro modelo de luz, es evidente que habrá que hacer lo mismo y de la misma manera que Él: llevar su doctrina lo más clara y fiel posible a los demás, esto es, haciéndonos presentes en medio del mundo como tales cristianos y sin tapujos, hablar sin complejo y sobre todo vivir, dar ejemplo con nuestra vida, con las obras, con nuestro actuar. De ninguna manera puede haber disensión o contradicción entre nuestro decir y nuestro proceder. El primer, mayor y mejor ejemplo son las obras. Que nadie pueda decir aquello de haced lo que yo diga, pero no hagáis lo que yo hago. Así de sencillo es nuestro iluminar: el ejemplo; es la mejor forma de que los demás vean, es la mejor forma de que la casa esté iluminada y nadie pueda tropezar. Ahora bien, si llevamos doble vida entre el decir y el obrar, seguro que crearemos confusión en vez de claridad; no seríamos de fiar y esto es una de las peores cosas que le puede ocurrir al cristiano. Por tanto, podemos concluir que no hay otra forma mejor para que nuestra lámpara ilumine a los demás que el ejemplo de vida. Con un pequeño cambio de la palabra “imagen” (del dicho periodístico) por “ejemplo”, se podría decir que un ejemplo vale más que mil palabras.


Pedro José Martínez Caparrós

No hay comentarios:

Publicar un comentario