Aún con el perfume en el alma, de la Resurrección de
Jesús, sondeamos un prisma catequético bellísimo acerca de su victoria sobre la
muerte. Nos situamos en el Monte-Huerto de los Olivos. Allí, como profetiza
Ezequiel es donde se desplazará la Gloria de Dios que residía en el Templo de
Jerusalén (Ez 11,23).
En el
Monte-Huerto de los Olivos, Jesús proclamó su "Aquí estoy" definitivo
a la misión que le había encomendado el Padre (Mt 26, 36,45). Allí, Judas
consumó su traición; allí fue apresado y allí se quedó solo, pues como dice Mateo,
todos los discípulos le abandonaron (Mt 26,56). No le extrañó esto a Jesús, de hecho,
lo había anunciado durante la Última Cena: "Llega la hora en la que os
dispersareis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo" (Jn 16, 32a).
Nos parece
inaudito, pero toda cobardía es posible cuando el hombre no tiene aún la Fuerza
y la Gracia de Dios que sustenten su fidelidad a Él. Sin embargo, Jesús no
se quedó solo; completamos la cita anterior: "...Pero no estoy solo, mi
Padre está conmigo. (Jn 16,32b).
Efectivamente,
en la terrible soledad de su Hijo, Dios Padre cumplió la profecía anunciada por
Ezequiel: “su Gloria abandonó el Templo de Jerusalén y vino a posarse sobre Jesús”,
quien, al ofrecer su vida por nuestra salvación, se había quedado sólo y a
expensas del odio del mundo. Como he dicho, Dios Padre le revistió con su
Gloria y le acompañó traspasando una infamia tras otra, hasta llegar al
Calvario. Por eso la muerte no pudo con El. Y por la misma razón nuestro propio
Calvario es el Templo Santo en el que nuestra Cruz nos reviste de la Gloria de
Dios.
Continuamos el miércoles.
P. Antonio Pavía
comunidadmariamadreapostoles com
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