viernes, 5 de abril de 2024

Jesús se apareció otra vez a los discípulos… (Jn 21, 2-14).

 


 Leyendo esta mañana los tres primeros versículos, a bote pronto y sin pensar más allá, me ha producido la sensación de que un grupo de amigos están pasando un día de asueto. Como si estuvieran en la playa del lago Tiberíades pasando el día y uno de ellos, Pedro, propone, lo que podía parecer una actividad terapéutica o para matar el tiempo, irse a pescar. Al resto le parece buena idea y se apuntan, que diríamos ahora en un lenguaje coloquial. “Vamos nosotros también contigo”.

Pero, claro, a medida que me he ido adentrando y concentrando en el trascurso de la lectura he recapacitado y pensado que más bien estaban allí a la espera: “…id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea…”  (Mt 28, 10). O sea, que no están allí pasando el día, sino aguardando el gran acontecimiento: ver al amigo resucitado. Pero como los seres humanos nos solemos poner muy tensos y nerviosos cuando esperamos y no acaba de llegar el suceso, en vez pasar el tiempo ociosos, que se haría más largo y estarían más desasosegados, Pedro opta por la actividad productiva. Hacer lo que sabía hacer, su antigua profesión:  pescar. 

 Pero no pescan nada y   retornan aún peor, más malhumorados. Mas, hete aquí que allí en la quietud de la playa solitaria en un nuevo amanecer les aguarda su íntimo deseo: ver nueva y físicamente al Maestro, su amigo y mentor. La confirmación del deseo. Sin embargo, ese “Muchachos, ¿tenéis pescado?” por parte de un aparente desconocido les produce cierta inquietud, cierto desequilibrio interior, entre ver que parece que se cumple su deseo y el no querer creérselo para no caer en una nueva desilusión. Tanta felicidad por haber conseguido lo deseado y no querer romper el momento por si fuera una falsa alarma. Aquel desasosiego interior los estaba matando.

Hasta que explota lo que nunca falla, el amor. Aquel discípulo a quien Jesús amaba grita “Es el Señor”. El amor no se equivoca, la intuición amorosa nunca falla y en consecuencia aparece el ímpetu de Pedro: se ató la túnica y se echó al agua. Ya no podía esperar más y estalla. Entre la timorata incertidumbre y el deseo de la realidad, gana ésta. Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle quién era para no romper el momento de felicidad, porque sabían muy bien que era el Señor. Y es que aquella invitación “Vamos, almorzad” era la prueba definitiva, ¡tantas veces lo habían visto partir el pan!

 La Eucaristía nunca puede fallar. Es nuestro momento de encuentro íntimo con el Señor.

 

(Pedro José Martínez Caparrós)

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