Dios todo poderoso y
eterno, que has dado a tu Iglesia el gozo inmenso de la resurrección de
Jesucristo, concédenos también la alegría eterna del reino de tus elegidos,
para que así el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de
su Pastor.
“Mis ovejas escuchan mi
voz; yo las conozco y ellas me siguen.” (cf Jn 10 1ss)
El distintivo de la oveja de Cristo es su capacidad de escuchar, de obedecer, mientras que las ovejas extrañas se distinguen por su indocilidad. Comprendemos el verbo “escuchar” en el sentido de consentir a lo que se le ha dicho. Y las que lo escuchan las reconoce Dios, porque “ser conocido” significa estar unido a él. Nadie es totalmente ignorado por Dios. Porque, cuando Cristo dice: “Yo conozco mis ovejas”, quiere decir: “Yo los acogeré y las uniré a mi de una forma mística y permanente.” Se puede decir que al hacerse hombre, Cristo se ha emparentado con todos los hombres, tomando su misma naturaleza. Todos estamos unidos a Cristo a causa de su encarnación. Pero aquellos que no guardan su parecido con la santidad de Cristo, se le han hecho extraños...
Mis ovejas me siguen”, dice Cristo. En efecto, por la gracia divina, los creyentes
siguen los pasos de Cristo. No obedecen a los preceptos de
era más que figura, sino que siguen por la gracia los preceptos de Cristo. Llegarán a
las cumbres, conforme a la vocación de hijos de Dios. Cuando Cristo sube al cielo,
ellos le seguirán.
Pero,
miremos ahora a nuestro pastor, Cristo. Miremos su amor por los hombres y su
ternura para conducirnos a pastos abundantes. Se alegra con las ovejas que
están a su alrededor y busca a las que están descarriadas. Ni montañas ni
bosques son obstáculo, él baja a los valles tenebrosos (Sal 22,4) para llegar
al lugar donde está la oveja perdida... Así busca el amor de sus ovejas. Aquel
que ama a Cristo conoce su voz y le sigue.
Señor Jesucristo, Dios nuestro, yo tengo
un corazón que te busca con inquietud, ni arrepentido, ni lleno de ternura por
ti, ni nada de eso que hace volver a los hijos a su heredad. Maestro, yo no
tengo lágrimas para orarte. Mi espíritu está en tinieblas a causa de las cosas
de esta vida y, en su dolor, no tiene la fuerza necesaria para tender hacia ti.
Mi corazón está frío en las pruebas, y las lágrimas de amor por ti no pueden
calentarlo. Pero tú, Señor Jesucristo, mi Dios, tesoro de todos los bienes,
dame un arrepentimiento total y un corazón apenado, para que, con toda mi alma
salga en tu búsqueda, porque sin ti estaré privado de todo bien; oh, Dios
bueno, dame tu gracia. Que el Padre que, fuera del tiempo, en la eternidad, te
engendra en su seno, renueve en mí las formas de tu imagen.
Yo te he abandonado; tú no me abandones. Yo he marchado de ti; sal tú a
buscarme. Condúceme hasta tu pradera; cuéntame entre las ovejas de tu rebaño
preferido. Con ellas aliméntame con la hierba verde de tus misterios divinos
que moran en el corazón puro, este corazón que lleva en sí mismo el esplendor
de tus revelaciones, la consolación y la dulzura de los que se han esforzado
por ti en los tormentos y ultrajes. Que nosotros podamos ser dignos de un tal
esplendor, por tu gracia y amor hacia el hombre, tú, nuestro Salvador
Jesucristo.
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