Nunca el hombre imaginó dominar en tanta profundidad todas las tecnologías. Somos capaces de descifrar hasta los puntos más recónditos del espacio. Aun así, y reconociendo su valor e importancia, ¿de qué nos sirve el dominio de tantas cosas y tecnologías si no sabemos leer a Dios?
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece a lo
largo de uno de sus pasajes (Hch 20,17-38), lo que no pocos grandes exegetas de
la Escritura
han considerado como el testimonio fidedigno de lo que constituye una relación
genuinamente evangélica entre un pastor según Dios y el rebaño confiado.
En este pasaje Lucas nos relata la despedida de Pablo
de la comunidad de los discípulos de Éfeso representada por sus presbíteros. Si
bien su exposición está dirigida preferentemente a éstos, adivinamos a todos
los cristianos de la ciudad como receptores de su exhortación. El tono, la
desbordante afectividad de las palabras del apóstol, sobrecogen intensamente a
todos los que las leemos sosegadamente. Es como si Pablo se despojase de su
corazón con el vivo deseo de entregar a todos y cada uno de los discípulos que
han abrazado la fe, la bellísima historia de amor y comunión que se ha creado
entre ellos; digo creado porque un
amor- comunión de esta índole solamente puede ser obra de Dios.
Pablo va desgranando su catequesis de despedida. Toda
ella rezuma amor, pasión, solicitud, misericordia, preocupación, libertad… sí,
libertad para amar entrañablemente a sus ovejas, y libertad también para entrar
en obediencia al soplo del Espíritu Santo que le impulsa a otras tierras, otras
patrias, para darse, con el Evangelio de su Señor, a las multitudes. Libre para
abrirse a otras historias de amor, aquellas que sólo el Gran Poeta –Dios- es
capaz de escribir.
Hemos hablado también de solicitud, de preocupación por
el rebaño. Tiene el suficiente discernimiento y experiencia para intuir que el
rebaño va a ser envestido despiadadamente por las fuerzas del mal. Nos
imaginamos al apóstol con sus ojos cargados de lágrimas y ensangrentada el alma
al advertirles de estos peligros: “Yo sé que, después de mi partida, se
introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño…” (Hch
20,29).
Al hacernos eco de la amorosa cercanía de Pablo a su
rebaño, así como de su sufrimiento y desvelo porque sabe que, precisamente por
haber abrazado la fe, está expuesto a
todo tipo de prueba y persecución, nos estremecemos al evaluar la enorme
grandeza del corazón de este hombre. Es como si Dios, salvando la distancia, lo
hubiese recreado a su medida. Tenemos razones para sustentar esta comparación.
El corazón intransigente, rebosante de maldad del perseguidor (Hch 26,11), ha
dado paso a otro corazón; éste extremadamente tierno que le lleva a fortalecer
con su palabra a las ovejas más débiles del rebaño de Éfeso.
Hemos medido el corazón de Pablo a la altura del de
Dios, por supuesto, en una comparación sumamente atrevida. Sin embargo, podemos
apoyarla comprobando que esta profecía de Isaías acerca de Jesucristo, el Buen
Pastor, se cumple también en él: “Como pastor pastorea su rebaño, recoge en sus
brazos los corderillos –los más débiles-, en el seno los lleva, y trata con
cuidado a las que van a dar a luz” (Is 40,11).
Por supuesto que no es el momento de desentrañar
exhaustivamente la catequesis que el apóstol impartió a los presbíteros de
Éfeso. Harían falta no uno sino varios libros para extraer la inescrutable
riqueza que el Espíritu Santo puso en la boca de este pastor de Jesús. Sí creo
conveniente detenerme en este pasaje que considero eje fundamental de toda su
exposición: “Mirad que ahora yo, encadenado en el Espíritu, me dirijo a
Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad
el Espíritu Santo me testifica que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero
yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y
cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del
Evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20,22-24).
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