Vamos a jugar un
poco con la imaginación e intentaremos adivinar los pensamientos que, más de
una vez, navegaron por el corazón y la mente de Pablo al recordar su antes y después
de su encuentro con Jesucristo. Se acordaría de su vida, la que tenía tan
sistemáticamente estructurada, asentada sobre la arena, antes de conocer la
Roca (Mt 7,24…) Algo de esto nos dio a conocer en su confesión a los filipenses
(Flp 3,4…). Mirándola de lejos, es decir, desde el Señor Jesús que es ahora su
vida (Flp 1,20), le parece insultantemente ridícula.
Ha recibido de Jesucristo un tesoro de
incalculable valor, un corazón de pastor semejante al suyo que le impele a
cargar sobre sus espaldas las vejaciones, debilidades y abatimientos de sus
rebaños, el de Éfeso y el de tantos otros pastoreados por él. Sus ojos de
pastor ven a multitud de hombres dispersos saltando intermitentemente de sus
pequeñas vidas a otras, por falta de pastores que les anuncien y ofrezcan la Vida. Su mirada se posa sobre
estas ingentes muchedumbres sin ninguna censura condenatoria; por el contrario,
desborda compasión entrañable, como la de su Pastor: “Jesús recorría todas las
ciudades y aldeas… Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque
estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,35-36).
El amor
misericordioso que fluye del corazón del Hijo de Dios, se ha hecho manantial en
el suyo, lo que le lleva a proclamar ante el rebaño de Éfeso que no se arredra
ante las prisiones y persecuciones que el Espíritu Santo le ha testificado que
le esperan. No hay duda de que en su balanza de valores y prioridades pesa
mucho más la realización del ministerio recibido que su propia vida. De ahí que
diga de ella que “no es digna de estima”.
Quizá hoy día esto
suene un poco raro dada la cantidad de cursos, libros, terapias, que potencian
la autoestima. Nada que decir acerca de todas estas iniciativas. Pero en el
caso de Pablo entendemos que está proyectando su autoestima hacia el infinito
al catapultar su vida hacia la órbita de la causa del Hijo de Dios, como leemos
en los Hechos de los Apóstoles (Hch 15,26). Nuestro querido amigo y padre en la
fe, como tantos otros pastores, ha desestimado su vida a causa del Evangelio en
el que cree. En su confesión de fe, en realidad se desnuda de todo ropaje de
esplendor, honor y gloria, con el que todos pretendemos impresionar a todos. Al
despojarse de estas vestimentas -hábitat privilegiado de todo tipo de polillas y
roedores- comprueba, entrañablemente agradecido, que el Evangelio por el que ha
desestimado su vida, se convierte en su vestido radiante, anticipo de su
transfiguración gloriosa, herencia que le da su Señor (Flp 3,21).
Arropado por el
Evangelio de Jesús, se enfrenta con toda vehemencia a todo aquello que no es
Dios ni su gloria en el seno de las comunidades. En sus desencuentros y
enfrentamientos, -que no fueron pocos- al igual que David en su combate con
Goliat, prescinde de toda arma comúnmente usada en combate (1S 17,38-39).
Siguiendo el paralelismo con David, las armas que podría usar Pablo serían la
mentira, servirse de influencias, apoyarse en grupos de presión,
manipulaciones…, nada de eso le sirve; tiene suficiente, y volvemos a
remitirnos a David, con su Piedra angular –Jesucristo- a quien lleva envuelto
en la honda del Evangelio.
Así, abrazado al
Evangelio, al que amó con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus
fuerzas, se lanzó al mundo sabiendo que podía ofrecerle el don inherente a su
misión: la Palabra
de la Vida (Flp
2,16). Lo hace sin pretensiones, sin prepotencia; sabe, tiene asumido -no desde
la ascesis sino desde la
Sabiduría del Evangelio que anuncia- que Dios ha asignado a
los apóstoles el último lugar: “Porque pienso que a nosotros, los apóstoles,
Dios nos ha asignado el último lugar…” (1Co 4,9).
No se avergüenza de
este puesto ínfimo al que ha sido confinado por su condición de apóstol; está
incluso contento ya que es el que ocupó su Señor. Sabe que la gloria de Dios
que reposaba en el Lugar Santo –Templo de Jerusalén- se trasladó hacia el
Calvario donde yacía el Crucificado, quien se llenó de la gloria de la
resurrección. Es su lugar, no espera su glorificación ni su resurrección como
algo del futuro. Ya lo está viviendo. Así lo testifica, como podemos comprobar,
en su exhortación a los cristianos de Colosas: “Así pues, si habéis resucitado
con Cristo, buscad las cosas de arriba…” (Col 3,1). Por su comunión con
Jesucristo se sabe ya crucificado por Él y en Él. En definitiva, se reconoce
portador de la gloria de Dios aunque sea en primicias (2Co 3,18).
No, no está
atentando Pablo contra su vida cuando proclama solemnemente a su rebaño de
Éfeso que la desestima a causa de la misión recibida. Simplemente está
confesando que tiene sus ojos puestos en “el Evangelio de la gloria de Dios que
se le ha confiado” (1Tm 1,11). No, no está desestimando su vida…, todo lo
contrario… ¡Nunca jamás un hombre se amó tanto a sí mismo!
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