jueves, 27 de junio de 2013

NADA ME FALTA




Tu espíritu, mi Dios, es la patria de todos mis anhelos. Al saber esto, vengo también a saber cuánto amas al hombre, cuánto me amas, pues ¿cómo podría yo pasar de largo de los mil caminos que hacia la nada conducen, y asentar mis pasos en el que me lleva hacia ti si no me hubieses enviado a tu Hijo como Pastor?

 


 Poco conocimiento tienen de la historia aquellos –y son muchos- que afirman que el mundo está herido de muerte por su intento de desplazar a Dios de su ámbito; que nuestra sociedad, el hombre, ha alcanzado lo que podríamos llamar su mayoría de edad, por lo que no necesita de ningún dios que le tutele. Cuando digo que los que afirman esto tienen un escaso conocimiento de la historia no es porque no sea cierto lo que sostienen, sino porque, en realidad, el hombre nunca ha dejado de rivalizar con Dios; y esto desde los primeros albores de la creación. El intento de sofocar su Presencia ha sido y es una constante en la historia. Ya en las primeras páginas del Génesis se nos dice que la humanidad proyectó la empresa, el intento, de edificar una ciudad levantando en ella una torre cuya cúspide alcanzase los cielos (Gé 11,1…).

Toda una declaración de intenciones del hombre de todos los tiempos que viene a decir que el que Dios exista o no, no es lo realmente importante. Lo que importa es que, suponiendo que exista, no hay que darle mayor importancia; le haremos ver que también nosotros podemos llegar a ser dioses (Gé 3,1-6). La pretensión de aprender a vivir sin la tutela de Dios tanto abiertamente como de forma encubierta, es decir, reduciéndolo a formulismos, hace parte de nuestra historia, de nuestra humanidad.

Sin embargo y aunque parezca increíble, todos los intentos llevados a cabo para “destutelar” al hombre de un Dios hacia quien crecer, en quien encontrar la plenitud por la que clama nuestro ADN, han sido vanos. Por mucho que nos elevemos por encima de nuestras limitaciones, siempre nos resistiremos a aceptar que la muerte física sea el punto sin retorno, el abismo incomprensible en el que se estrella lo que hemos vivido, soñado, alcanzado, proyectado, intuido, amado…

El hecho es que en nuestro ADN tenemos unas como “células rebeldes”: así es como llamaremos al alma. Éstas reclaman, con gritos desesperados, nuestra atención al verse envueltas en la más servil de las enajenaciones: la deserción de la Trascendencia. El yo incorpóreo se resiste, no acepta que le estrechen en los ínfimos límites de la sola corporeidad, en el más que insuficiente mundo sensitivo.

Pues bien, nuestras “células rebeldes”, abanderadas de nuestra incorporeidad, son especialmente sensibles en aquellas personas en las que vive Dios. Me explico. Son esos hombres y mujeres de los que hizo mención el salmista que, sin alardes ni pretensiones aleccionadoras, marcó con un sello bien legible: “Dios es mi Pastor, nada me falta” (Sl 23,1). Hombres para quienes Dios no es un rival, no les pesa su tutela porque, desde ella, Él les ha dado alas para volar a su altura; hombres que difunden en los entresijos del aire pesado de su entorno “el suave olor de Jesucristo” (2Co 2,15).

El Señor es mi Pastor, nada me falta, proclamó el salmista en una clara referencia al Mesías, quien se dejó conducir, instruir, consolar y fortalecer por su Padre a lo largo de toda su misión, como podemos comprobar en los Evangelios. El Señor es mi Pastor, nada me falta. He ahí el sello de calidad y de misión que caracteriza e identifica a los pastores de Jesucristo, aquellos que, dejándose formar por Él en la escuela del Evangelio, aprendieron, tras mil tropiezos, dudas y miedos, a confiar y depositar su vida en Dios con la seguridad de que cuida de ellos…, también de sus necesidades materiales: “…Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; que ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de todo eso” (Lc 12,30

 

 

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