Tu espíritu, mi Dios, es la patria de todos mis anhelos. Al saber esto, vengo también a saber cuánto amas al hombre, cuánto me amas, pues ¿cómo podría yo pasar de largo de los mil caminos que hacia la nada conducen, y asentar mis pasos en el que me lleva hacia ti si no me hubieses enviado a tu Hijo como Pastor?
Toda una declaración de intenciones del hombre de todos
los tiempos que viene a decir que el que Dios exista o no, no es lo realmente
importante. Lo que importa es que, suponiendo que exista, no hay que darle
mayor importancia; le haremos ver que también nosotros podemos llegar a ser
dioses (Gé 3,1-6). La pretensión de aprender a vivir sin la tutela de Dios tanto
abiertamente como de forma encubierta, es decir, reduciéndolo a formulismos,
hace parte de nuestra historia, de nuestra humanidad.
Sin embargo y aunque parezca increíble, todos los
intentos llevados a cabo para “destutelar” al hombre de un Dios hacia quien
crecer, en quien encontrar la plenitud por la que clama nuestro ADN, han sido
vanos. Por mucho que nos elevemos por encima de nuestras limitaciones, siempre
nos resistiremos a aceptar que la muerte física sea el punto sin retorno, el
abismo incomprensible en el que se estrella lo que hemos vivido, soñado,
alcanzado, proyectado, intuido, amado…
El hecho es que en nuestro ADN tenemos unas como
“células rebeldes”: así es como llamaremos al alma. Éstas reclaman, con gritos
desesperados, nuestra atención al verse envueltas en la más servil de las
enajenaciones: la deserción de la Trascendencia. El yo incorpóreo se resiste, no
acepta que le estrechen en los ínfimos límites de la sola corporeidad, en el
más que insuficiente mundo sensitivo.
Pues bien, nuestras “células rebeldes”, abanderadas de
nuestra incorporeidad, son especialmente sensibles en aquellas personas en las
que vive Dios. Me explico. Son esos hombres y mujeres de los que hizo mención
el salmista que, sin alardes ni pretensiones aleccionadoras, marcó con un sello
bien legible: “Dios es mi Pastor, nada me falta” (Sl 23,1). Hombres para
quienes Dios no es un rival, no les pesa su tutela porque, desde ella, Él les
ha dado alas para volar a su altura; hombres que difunden en los entresijos del
aire pesado de su entorno “el suave olor de Jesucristo” (2Co 2,15).
El
Señor es mi Pastor, nada me falta, proclamó el salmista en una clara referencia
al Mesías, quien se dejó conducir, instruir, consolar y fortalecer por su Padre
a lo largo de toda su misión, como podemos comprobar en los Evangelios. El
Señor es mi Pastor, nada me falta. He ahí el sello de calidad y de misión que
caracteriza e identifica a los pastores de Jesucristo, aquellos que, dejándose
formar por Él en la escuela del Evangelio, aprendieron, tras mil tropiezos,
dudas y miedos, a confiar y depositar su vida en Dios con la seguridad de que
cuida de ellos…, también de sus necesidades materiales: “…Que por todas esas
cosas se afanan los gentiles del mundo; que ya sabe vuestro Padre que tenéis
necesidad de todo eso” (Lc 12,30
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