jueves, 5 de enero de 2017

Cristo, Epifanía de Dios



La fiesta de la Epifanía del Señor es algo más que la bonita historia de los Magos, capaz de encandilar a niños y mayores con la espera de los regalos. Epifanía significa manifestación y revelación de algo oculto, que se desvela ante los ojos de los presentes

La Epifanía revela el significado último de la Navidad. Nos adentra en el corazón mismo del hecho cristiano: Dios revela a su Hijo a todos los pueblos, representados en los Magos que vienen del Oriente. Jesús no es sólo el Mesías de Israel, es la Luz de todas las gentes. La Epifanía es la fiesta de la Luz, que, colgada del cielo como una estrella caminante, se posa sobre el lugar mismo donde la Luz resplandece en la carne del Niño Dios, Jesús, el Hijo de Dios y de María.

El relato del evangelio de Mateo, que -dicho sea de paso- tiene un núcleo histórico más fidedigno de lo que opinan los desmitificadores del Evangelio de la Infancia, presenta a los Magos de Oriente como representantes de los pueblos gentiles que son atraídos hacia el rey de los judíos, que extenderá su señorío a todas las naciones. Mientras Herodes tiembla y reúne a los sabios para interrogarles sobre el nacimiento del Mesías, rey de Israel, los Magos, guiados por la Luz eterna de Cristo, se postran ante «la epifanía de la bondad y ternura de Dios» (Tit 3, 4) manifestadas en Cristo. Esta fiesta nos dice: «Mira, Dios está ahí, todavía en silencio, en susurro, como la primavera está en el pequeño grano de la simiente, callada y segura de la victoria, escondida bajo la tierra invernal y, sin embargo, más poderosa que la oscuridad y el frío» (K. Rahner).

La Epifanía es la clave para entender la originalidad del cristianismo, que no puede equipararse a las religiones de la tierra, productos de la búsqueda del hombre por llegar a Dios. El cristianismo no es una religión más. En su sentido más pleno ni siquiera es una religión. No simplificamos nada si decimos que el cristianismo es Cristo, el Hijo eterno del Padre nacido de Santa María Virgen en la plenitud de los tiempos. Él es Dios de Dios y Luz de Luz, como confesamos en el Credo. Benedicto XVI ha hablado de «la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito» (Deus caritas est, 12). Y es imposible aceptar este realismo si no se revela y manifiesta; si no sucede la epifanía de Cristo. Por eso, los Magos, al «ver al niño con María su Madre, postrándose, lo adoraron» (Mt 2, 10). No cabe otra respuesta a la manifestación de Dios: arrodillarse y adorar.

Ha sido necesario que el tiempo llegara a su plenitud, que profetas y sabios hablaran del Mesías de Israel y del Esperado de las naciones, para que Dios manifestara su plan de salvación, se revelara a sí mismo enviando a su Hijo. Y esta Epifanía sitúa al hombre ante el reto más grande de su existencia: adorar o no a Dios. Cristo no es un profeta más, ni un líder religioso, ni el fundador de una religión entre las muchas que aparecen en la historia de los hombres. Cristo es la Luz increada, la Verdad revelada, el Camino que da acceso al Dios Trinidad, el Señor de la Historia que la divide en un antes y un después. Es la Misericordia anonadada en la pequeñez de un niño, que levanta pasiones insospechadas en el corazón de quienes se aferran al trono del poder, del orgullo -también el intelectual- y de la soberbia de la Vida. Por eso, la historia de los Magos, que revela el drama de Cristo, está teñida con la sangre de los mártires inocentes, que anuncia ya, en los primeros compases del tiempo plenamente cristiano, que ha llegado Aquel que puede exigir dar la vida, porque es el Señor de la misma; Aquél, ante el cual se dobla toda rodilla, porque tiene en sus manos el poder sobre el cosmos; Aquél, capaz de introducir en el reino de los cielos a quienes aún no conocen su señorío -los santos inocentes-, y al ladrón que, clavado en la cruz junto a Él, le suplica entrar en su Reino. Ante esta epifanía del mismo Dios, sólo cabe postrarse y adorar. Como hicieron los Magos.

+ César Franco


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