sábado, 21 de enero de 2017

III Domingo del Tiempo Ordinario




Jesús, heraldo de la buena nueva del reino

Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado: así resume Mateo la alegre nueva que proclama Jesús. La presenta como proclamación, es decir, que en sentido estricto significa dar publicidad a una decisión inapelable tomada por otro, en este, por Dios Padre. Dios Padre ha decidido reinar sobre la humanidad. La decisión es inapelable y ante ella sólo cabe aceptarla o rechazarla. Jesús se remite a una promesa hecha por Dios de que iba a reinar sobre la humanidad de una manera especial, destruyendo los males de su pueblo y dándole en su lugar la plena felicidad (1ª lectura). Era una esperanza muy viva en su tiempo, aunque no todos la interpretaban de la misma manera. Era muy corriente pensar en una actuación divina desde fuera, destruyendo con la fuerza, incluso violenta, a los opresores del pueblo y a los pecadores, todo ello en favor de los fieles que se habían mantenido en el cumplimiento de la Ley.

En este contexto el anuncio de Jesús era ambiguo, pues, por una parte, anunciaba que Dios ya iba a reinar, ejerciendo su poder, pero, por otra, no aparecían signos de este poder revolucionario, invitaba a la conversión a todos, incluso a los que cumplían las leyes y, lo que es más grave, en lugar de destruir los pecadores, se juntaba con ellos e incluso llamó alguno a su seguimiento.

Es que Jesús tenía otra concepción del Reino. El que va a reinar es Dios Padre, todopoderoso y misericordioso y lo va a realizar de la única manera que sabe actuar, como padre.

Eternamente ha amado a su Amado, el Hijo de su amor. Ahora quiere prolongar esta relación a toda la humanidad convirtiéndola en hijos adoptivos.  Si reinar es ejercer un poder, Dios padre lo va a llevar a cabo amando a los hombres y convirtiéndolos en hijos suyos.  Padre es correlativo de hijo. Nadie puede llamarse padre si no tiene un hijo. Y para eso envío a su Hijo que se hizo hombre. Y por eso Jesús invita a la humanidad a aceptar esta  nueva relación, que la perfecciona y realiza plenamente. Ya todos los hombres, en cuanto criaturas, dependen necesariamente del Creador y son hijos suyos, pero ahora se trata de una relación especial, que participa la de Jesús, ser hijos adoptivos por medio de Jesús Hijo unigénito.

Jesús realiza esta invitación en la debilidad como Siervo de Yahvé, con solo su palabra, como medio de respetar la libertad del hombre. Y es que la aceptación del hombre implica amar  a Dios y sin libertad no puede haber amor.

Como todos los hombres, hijos de Adán, son pecadores, Jesús los invita a todos a la conversión para obtener el perdón de los pecados y con ello un corazón nuevo, de hijo y de hermano, con una vida nueva que culminará en la vida eterna, participando de la perfección y felicidad de Dios. Por eso el reino que propone Jesús quiere transformar el mundo, pero no desde fuera, sino desde dentro, transformando interiormente a la persona y convirtiéndola en agente de transformación del mundo. Por sus frutos los conoceréis.

Al servicio de este mensaje y esta realidad Jesús agrupa en torno a sí discípulos y ha creado a la Iglesia, ha proclamado y explicado su mensaje por los campos de Israel y lo ha acompañado de signos de curaciones que señalan el alcance escatológico de este dinamismo salvador que ya ha comenzado y que terminará en la resurrección, en un mundo nuevo y una tierra nueva.

Este mensaje continúa hoy actual por medio de la Iglesia. Dios Padre quiere mandar en nuestras vidas, la respuesta básica es “dejarle mandar” como padre, aceptando la vida filial y con ello la vida fraternal. Como consecuencia vendrán necesariamente otras formas de “construir el Reino”, trabajando por un mundo mejor. Para los que ya lo hemos aceptado por la fe y el bautismo es una invitación a tomar conciencia del don recibido, que da sentido a la vida, y renovar el compromiso de  vivir sus implicaciones filiales y fraternales.

La Eucaristía actualiza y celebra la obra del Reino, ya presente y aceptado por millones de personas, alimenta para vivir sus implicaciones y, a la vez, hace presente la certeza del futuro con la presencia sacramental del Señor resucitado.

D. Antonio Rodríguez Carmona


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