El evangelio de hoy nos presenta tres escenas
sucesivas: Jesús despidiendo a la multitud; Jesús orando en soledad; Jesús
caminando sobre las aguas al encuentro de los discípulos.
La primera escena cierra el episodio de la multiplicación
de los panes: tras haberse compadecido de la gente, curado a los enfermos y
saciado a la multitud hambrienta, Jesús se ocupa de ellos hasta el final, y
permanece con ellos para despedirlos. Así se muestra la verdadera solicitud del
que se ha definido como el buen pastor de su rebaño. Todo un estilo pastoral
que los cristianos, especialmente lo que tienen responsabilidades pastorales,
debemos aprender e imitar.
En la segunda se retoma algo que quedó en suspenso a
causa de la gente que lo buscaba. Jesús renunció a su retiro para atenderla,
pero, una vez que la ha despedido, vuelve a la soledad, el silencio y la
oración. Si la oración no puede ser una huida, una excusa para evitar los
problemas acuciantes de los hombres, la dedicación a estos problemas tampoco
puede excusarnos del trato personal con Dios en el silencio y la soledad.
Compromiso y oración se reclaman mutuamente; no pueden subsistir de verdad el
uno sin la otra. La oración sin compromiso con las necesidades de los demás
está vacía; el compromiso sin oración en la soledad puede ser algo ciego, un
altruismo tal vez encomiable, pero carente del sello distintivo de la fe
cristiana. Precisamente es la fe en Jesús lo que vincula estas dos dimensiones,
y lo que las une con la tercera escena.
La fe puede ser a veces producto del temor. Existe una
cierta inclinación a pensar que Dios ha de manifestarse por medio de signos
que, como el huracán o el terremoto, expresan su fuerza irresistible, su poder,
ante el que el hombre no puede hacer otra cosa que temer y someterse. Pero el
Dios Padre de Jesucristo se manifiesta más bien en la amabilidad tenue de la
brisa, en la cercanía solícita de su propio Hijo. Esta forma de manifestación
no quiere inducir al temor sino a la confianza: en medio de la tormenta, de la
oscuridad de la noche y con el viento en contra Jesús va al encuentro de sus
discípulos. Podemos entender que la barca zarandeada por el viento es una
imagen de la Iglesia, que con frecuencia se mueve en medio de un ambiente
hostil y contrario, en circunstancias amenazantes que parecen poner en peligro
su supervivencia. Los discípulos son presa del miedo, sienten que pueden
hundirse, y no tienen ojos para reconocer a Jesús que, confortado y fortalecido
por la oración en soledad, es capaz de caminar sereno sobre las aguas
embravecidas, por encima de peligros y turbulencias. La fe basada en el temor
ve fantasmas inexistentes o percibe en los acontecimientos adversos amenazas y
castigos por parte de Dios. Pero no es ese el modo de actuar de un Dios que en
la solicitud de Jesucristo hacia las masas enfermas y hambrientas ha revelado
su rostro paterno. No es, pues, una voz de amenaza lo que nos dirige Jesús,
sino de ánimo y de confianza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!»
En los tiempos que vivimos, de crisis de fe, de
abandono masivo de la práctica religiosa, de hostilidad creciente hacia la
Iglesia, podemos sentir también nosotros la tentación del temor y el pesimismo,
incapaces de ver a Jesús caminando con señorío en medio de la tormenta. Es
importante que sepamos retirarnos a la soledad para aprender a percibir la voz
de Jesús que nos da ánimo y nos invita a disipar el temor. Ahora bien, lo que
ha de sustituir al temor no es una arrogancia pretenciosa que ignora los
peligros y confía sólo en las propias fuerzas. En la actitud de Pedro hay una
curiosa mezcla de fe verdadera y de arrogancia. Por un lado, la petición que
dirige a Jesús («Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua»)
tiene algo de desafío y desconfianza («si eres tú»), que recuerda la tentación
que los sumos sacerdotes lanzaron a Jesús en la cruz: «si eres Hijo de Dios,
baja de la cruz» (Mt 27, 40). A veces exigimos que Dios nos muestre sus
credenciales haciendo cosas extraordinarias, o dándonos la capacidad de
hacerlas nosotros. Pero hay también algo auténtico en la petición de Pedro: en
tiempos de turbulencias y viento contrario no es de recibo esconderse y buscar
refugio en la barca. También esta es una tentación que debe ser evitada. Cuando
pintan bastos algunos cristianos prefieren esconderse, evitar el conflicto,
cerrarse sobre sí, aceptando que la fe es sólo una «opción privada», y buscando
en la Iglesia un lugar seguro frente a la intemperie. Pero Jesús camina sobre
las aguas, en medio de la tormenta, en medio del mundo al que ha venido a
salvar a pesar de la hostilidad que le muestra. Como Pedro, hay que estar
dispuesto a arriesgar, a salir de la barca incluso cuando los peligros acechan.
Pero hay que hacerlo con una fe confiada en Jesús, que nos salva de la
arrogancia, nos tiende la mano e impide que nos hundamos, enseñándonos que es
sólo en Él, y no en nuestras fuerzas, en quien debemos depositar toda nuestra
confianza. Sólo así podremos caminar también sobre las aguas de la adversidad y
alcanzar la paz que sólo Jesús nos puede dar. Esta tercera escena del Evangelio
de hoy nos evoca estas otras palabras de Cristo: «Os he dicho estas cosas para
que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he
vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Estas son las tres llamadas que resuenan con claridad
en el Evangelio de hoy: solicitud hasta el final hacia las gentes necesitadas,
encuentro con Dios en la soledad de la oración y, por fin, lo que une
indisolublemente el primero con la segunda, en medio del mundo, de sus
tormentas y amenazas, la firme profesión de fe de los Apóstoles («los de la barca»):
«Realmente eres Hijo de Dios».
José María Vegas, cmf.
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