Ser.
Alcanzar la plenitud de la existencia sin desplazar a nadie. He ahí la obra por
excelencia de Dios en una persona. Él la hace en todo aquel que escogió crecer
en la buena y fértil tierra del Evangelio. Éstos que así decidieron y
escogieron son hombres conciliadores que no rehúyen la comunión con el
diferente. Al ser conciliadores, son también pastores que impulsan la
reconciliación de sus hermanos con Dios (2Co 5,18-20).
Los apóstoles
recibieron este envío. Por supuesto que era toda una novedad. Nadie había
hablado así, nadie les había abierto las puertas hacia un espacio de libertad sin
horizonte alguno. Nadie les había hecho señores sobre todos los miedos que
amenazan y coartan al hombre: inseguridades,
las penumbras del futuro, el ser amados por y para siempre, no cansarse
nunca de amar a quien amas y, por supuesto, saber acoger lo que es considerado
un espectro: la enfermedad y la muerte. Puesto que todos estos miedos son
reales, comprenden la urgencia de Jesús: ¡id hacia el hombre!
La voz del Señor
y Pastor resuena más en sus almas que en sus oídos; saben que ni van ni están
solos. Confían en quien les envía porque en Él han podido comprobar que el Dios
de la Palabra es veraz, por lo que creen en la confesión de fe del salmista:
“El Señor es mi Pastor, nada me falta”. ¡Fueron y llenaron la tierra entera de
palabras de amor y libertad!, palabras que se abrieron hacia los que las
acogieron, en forma de Camino, Verdad y Vida. Fueron y demostraron al mundo que
eran más fuertes que la muerte. Y así, pronto el mundo empezó a martirizar a
los primeros testigos de Jesús: Esteban, Santiago, Pedro, etc. Ningún poder fue
capaz de detenerlos; su Señor estaba con ellos, por lo que nada les faltaba. Y
aquellos que creían que les arrebataban la vida no sabían que les estaban
abriendo las puertas hacia el Todo. Nada les faltó, y el Todo al que aspiraban,
alcanzaron.
Aunque sea un
poco por encima, nos apetece entrar en el corazón de Pedro, la piedra escogida
por Jesús para edificar su Iglesia: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Recojamos la historia desde el principio. En
el primer encuentro miró a sus ojos y lo
hizo suyo, grabando en su corazón un amor indescriptible: “Jesús, fijando su
mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas…”
(Jn 1,42). Nunca los ojos del Hijo de Dios dejaron de acariciar a este su
pastor, ni siquiera cuando cayó
estrepitosamente vencido por su debilidad. ¡Qué fuerza irradió la mirada de
Jesús en esa noche de su pasión, que el pobre pescador naufragó en sus propias
lágrimas! “El Señor se volvió y miró a Pedro, quien recordó sus palabras:
“Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces”. Y, saliendo fuera,
rompió a llorar amargamente” (Lc 22,61-62).
Han pasado los
años. Vemos a Pedro pastoreando su rebaño con el amor que ha recibido de su
Señor y Pastor. Nada le falta, nunca había tenido tanto, su Señor lo es todo
para él. Y se sobrecoge ante otro misterio: ¡nunca había dado tanto! No da de
lo que tiene, sino de lo que recibe ininterrumpidamente de Dios. Al igual que
su Hijo, y porque ha sido formado y moldeado por Él, puede confesar, con la
sencillez de quien ha sido gratuitamente rescatado y amado: “…llega el Príncipe
de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo
al Padre…” (Jn 14,30-31).
No nos extraña,
pues, que Pedro, así enriquecido por el Señor Jesús, tenga la capacidad de
confortar y fortalecer a sus ovejas con exhortaciones como éstas: ¡Alegraos de
ser discípulos de nuestro Señor Jesucristo! “…a quien amáis sin haberle visto;
en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y
gloriosa…” (1P 1,8).
Pedro ha gustado,
ha soberado a Dios. Tal y como
profetizaban las Escrituras, tiene empapada el alma, rebosa de la miel de sus
palabras: “Sus palabras son más dulces que la miel, más que el jugo de panales.
Por eso tu servidor se empapa de ellas, gran ganancia es guardarlas…” (Sl
19,11b-12). Justamente de esta su abundancia es de donde saca para dar de comer
a sus ovejas, lo había profetizado Jeremías: “Empaparé el alma de los
sacerdotes de grasa, y mi pueblo se saciará de mis bienes” (Jr 31,14).
Por supuesto que
todo esto nos da una idea de la sobreabundancia de Dios y de la sobreabundancia
del alma de Pedro. Mas es necesario completar esta descripción con un broche de
oro: pudo afirmar con autoridad, sin asomo alguno de falsedad, ni ridículo
moralismo que tan a rancio huele: “¡El Señor es mi Pastor, nada me falta!” Sólo
desde la enorme riqueza que recibió de Jesús podemos apreciar sus exhortaciones
a los primeros pastores de la Iglesia: “Apacentad el rebaño de Dios que os está
encomendado, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por
mezquino afán de ganancia, sino de corazón…” (1P 5,2). Exhortación que no ha
perdido nada de su valor. Más aún, como ya hemos dicho antes, éstos son los
pastores que “nuestra sociedad autosuficiente” pide a gritos.
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