No es en absoluto una vida ascética lo que ejerce poder
de atracción sobre todo aquel que ignora a Dios. El mundo en general está
curado de las figuras ejemplarizantes que en demasiadas ocasiones mostraron que
detrás de sus fachadas no existía verdad alguna. Sin embargo, son vulnerables a
la atracción que ejerce sobre ellos la diáfana libertad que irradian estos
hombres y mujeres, a quienes la mano de Dios acaricia y envuelve de tal forma
que toda su vida es una proclamación de que se sienten amados por Él, y con Él
tienen bastante.
Es una atracción que podríamos incluso llamar
irresistible, porque, dada la precariedad y contingencia de todo el hacer
humano, sí les gustaría a estos espectadores entrar en contacto con “un Dios”
en quien y a quien confiar la propia existencia, tantas veces llevada de una
parte a otra como si fuera una marioneta. El corazón de estos hombres se alegra
al ver a personas que, al igual que el apóstol san Pablo, pueden decir con la
sencillez de quien desborda gratitud: “sé en quién he confiado” (2Tm 1,12).
Todos ellos -que han vivido y viven entre nosotros a lo
largo de la historia- provocan de una forma u otra la atención de todo su
entorno, al margen de su creencia o increencia. Llaman poderosamente la
atención porque se les ve poseedores de lo que todo ser ambiciona más o menos
conscientemente: “la piedra filosofal de la existencia”. Hombres y mujeres a
quienes Jesús hizo sus discípulos y que, como tales, irradian el don que han
recibido: “la vida en sí mismos”, como dice Juan (Jn 5,25-26).
La pregunta que
aletea, irreprimible, entre las azoteas de estas líneas que configuran la
intuición de Dios más profunda que el hombre puede albergar, no es otra que
ésta: ¿quién nos enseñará a creer así en Dios, a confiar en Él más allá de los
parámetros de prudencia que nos impone una sociedad tan sistematizada? En
última instancia, ¿quién nos enseñará a ser de Dios?
Su mismo Hijo nos responde: “El que es de Dios, escucha
las palabras de Dios” (Jn 8,47a). Por medio de la escucha a Dios, de sus
palabras, entramos como discípulos en la escuela de la confianza que es el
Evangelio. Ya no necesitamos que nadie testifique acerca de nosotros. El
Evangelio, sus palabras de vida eterna (Jn 6,68) que hemos escuchado y hecho
nuestras al guardarlas… (Lc 11,28), ellas testifican de quién somos, quién es
nuestro Padre. Él es quien da testimonio de nosotros, el único testimonio que
su Hijo consideró irrefutable: “El Padre es el que da testimonio de mí, yo sé
que su testimonio es válido” (Jn 5,32).
Os daré pastores según mi corazón, había prometido Dios
(Jr 3,15). Id y anunciad el Evangelio al mundo entero. Id, vosotros sois los
pastores que mi Padre prometió por medio de los profetas. Id y enseñadles a
guardar la Palabra como yo os he enseñado a vosotros. Id, porque el hombre que
tiene todo menos a Dios en su alma, no es nadie. Id con mi Evangelio en el
corazón; él os testificará, un día tras otro, que no estáis solos, que yo estoy
con vosotros. Id con mis palabras, sólo con ellas venceréis la tentación,
siempre latente, de querer hacer vuestra obra. Id…
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