martes, 9 de julio de 2013

LA ESPERANZA DE CONFIAR EN ALGUIEN

    Cuando lo que creíamos haber conocido de Dios ha quedado relegado en el baúl de los recuerdos, no nos engañemos, no eran rasgos de Dios, sino proyecciones personales apoyadas sobre pies de barro. El que se acerca a Dios, sabe de Él… que es creatividad ininterrumpida, novedad continua; es pasión siempre ascendente que ascendentemente apasiona. Imposible olvidarlo, relegarlo, y más imposible aún aburrirse de Él.

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 Dios es mi Pastor, nada me falta. He aquí al hombre y también al Dios de quien la humanidad entera está, en realidad, hambrienta y sedienta. La misma humanidad que, generación tras generación, ha ideado mil formas para desatarse de la “supervisión de Dios”, ve desarmados todos sus postulados, debilitado el pulso que pretende echar con Él, ante el asombro que le provoca encontrarse con hombres que tienen bastante con su Pastor. Dios, a su vez, les cuida como a las niñas de sus ojos (Dt 32,10b). Los aparentemente increyentes asisten atónitos al milagro de conocer personas que confían realmente en Dios… Asombro que, con no poca frecuencia, da paso al deseo de conocer a este Dios en quien poder confiar su propia vida.

No es en absoluto una vida ascética lo que ejerce poder de atracción sobre todo aquel que ignora a Dios. El mundo en general está curado de las figuras ejemplarizantes que en demasiadas ocasiones mostraron que detrás de sus fachadas no existía verdad alguna. Sin embargo, son vulnerables a la atracción que ejerce sobre ellos la diáfana libertad que irradian estos hombres y mujeres, a quienes la mano de Dios acaricia y envuelve de tal forma que toda su vida es una proclamación de que se sienten amados por Él, y con Él tienen bastante.

Es una atracción que podríamos incluso llamar irresistible, porque, dada la precariedad y contingencia de todo el hacer humano, sí les gustaría a estos espectadores entrar en contacto con “un Dios” en quien y a quien confiar la propia existencia, tantas veces llevada de una parte a otra como si fuera una marioneta. El corazón de estos hombres se alegra al ver a personas que, al igual que el apóstol san Pablo, pueden decir con la sencillez de quien desborda gratitud: “sé en quién he confiado” (2Tm 1,12).

Todos ellos -que han vivido y viven entre nosotros a lo largo de la historia- provocan de una forma u otra la atención de todo su entorno, al margen de su creencia o increencia. Llaman poderosamente la atención porque se les ve poseedores de lo que todo ser ambiciona más o menos conscientemente: “la piedra filosofal de la existencia”. Hombres y mujeres a quienes Jesús hizo sus discípulos y que, como tales, irradian el don que han recibido: “la vida en sí mismos”, como dice Juan (Jn 5,25-26).

  La pregunta que aletea, irreprimible, entre las azoteas de estas líneas que configuran la intuición de Dios más profunda que el hombre puede albergar, no es otra que ésta: ¿quién nos enseñará a creer así en Dios, a confiar en Él más allá de los parámetros de prudencia que nos impone una sociedad tan sistematizada? En última instancia, ¿quién nos enseñará a ser de Dios?

Su mismo Hijo nos responde: “El que es de Dios, escucha las palabras de Dios” (Jn 8,47a). Por medio de la escucha a Dios, de sus palabras, entramos como discípulos en la escuela de la confianza que es el Evangelio. Ya no necesitamos que nadie testifique acerca de nosotros. El Evangelio, sus palabras de vida eterna (Jn 6,68) que hemos escuchado y hecho nuestras al guardarlas… (Lc 11,28), ellas testifican de quién somos, quién es nuestro Padre. Él es quien da testimonio de nosotros, el único testimonio que su Hijo consideró irrefutable: “El Padre es el que da testimonio de mí, yo sé que su testimonio es válido” (Jn 5,32).

Os daré pastores según mi corazón, había prometido Dios (Jr 3,15). Id y anunciad el Evangelio al mundo entero. Id, vosotros sois los pastores que mi Padre prometió por medio de los profetas. Id y enseñadles a guardar la Palabra como yo os he enseñado a vosotros. Id, porque el hombre que tiene todo menos a Dios en su alma, no es nadie. Id con mi Evangelio en el corazón; él os testificará, un día tras otro, que no estáis solos, que yo estoy con vosotros. Id con mis palabras, sólo con ellas venceréis la tentación, siempre latente, de querer hacer vuestra obra. Id…

 

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