sábado, 22 de abril de 2017

II Domingo de Pascua






        DOMINGO DE LA DIVINA  MISERICORDIA

Los grandes dones de la resurrección: espíritu santo, fe, paz, alegría, misión.

        Este domingo pone fin a la gran octava pascual, en la que en los primeros siglos de la Iglesia los recién bautizados terminaban su semana de fiesta, quitándose la túnica blanca que habían vestido,  y comenzaban la vida ordinaria en la oscuridad de la fe. Esta circunstancia explica la elección del evangelio, que recuerda dos apariciones de Jesús, una el día de la resurrección y otra a los ocho días. En su evangelio Juan presenta en torno a la muerte y resurrección todos los grandes dones que Jesús muerto y resucitado ha dado a la Iglesia. En el relato de la muerte ha presentado la maternidad de María y los sacramentos del bautismo y de la eucaristía simbolizados en el agua y sangre del costado de Jesús; en el primer relato de aparición la paz, la alegría, el Espíritu, la misión, en el segundo la fe.  Se nos invita a profundizar en estos dones como medio de aproximarnos al misterio de la resurrección. Ayudará hacerlo con cierto orden lógico: Espíritu, fe, paz, alegría, misión.

        San Juan Pablo II invitó a celebrar estos dones desde el prisma de la misericordia. Si misericordia es sintonizar con el necesitado y hacer todo lo posible para sacarlo de su situación, realmente Cristo resucitado es la personificación de la misericordia, pues sintonizó con la condición humana, haciéndose uno en todo igual a nosotros menos en el pecado, e hizo todo lo que pudo, entregó su vida, con la que nos ha puesto en camino de salvación con los dones que nos ha conseguido.

        El Espíritu Santo es el gran don de la resurrección. Es el mismo Espíritu por el que Jesús se ofreció a sí mismo, haciendo de su existencia una ofrenda viviente (Hebr 9,14), y el que lo resucitó, divinizando su humanidad (Rom 8,11). Ahora Jesús nos lo entrega, porque quiere que repita este mismo proceso en sus hermanos, con los que ha compartido la humanidad; quiere que todos compartamos su camino y su meta gloriosa. A partir de ahora el nombre del Espíritu será “Espíritu de Jesús”; él es el gran protagonista de la obra de la salvación: por la fe y el bautismo nos une a Cristo resucitado (segunda lectura), nos hace miembros de su cuerpo, nos fortalece y guía para vivir compartiendo la muerte de Jesús, y al final nos hará compartir su resurrección (Rom 8,11).

        Es importante el don de la fe. En su evangelio Juan pone de relieve la importancia de las apariciones con las que Jesús constituyó a un grupo  testigos cualificados de su resurrección con la misión de dar testimonio a toda la humanidad. Es la fe apostólica que está en el origen de nuestra fe y estos días se nos recuerda de nuevo en la liturgia (primera lectura) y que, según 1 Jn 1,1-4, nos iguala a los que “han oído, visto  y tocado” al Señor resucitado. En la segunda aparición del evangelio de hoy Jesús declara a Tomás que es bienaventurado el que ha creído sin haber visto. Esta es nuestra situación, porque es realmente el Espíritu el que, ante la proclamación de los apóstoles, crea en nosotros sin haber visto una convicción firme. Al igual que Jesús en su ministerio público ha renunciado a grandes pruebas de su misión, ahora también ha querido usar de medios pobres, el sepulcro vacío y el testimonio apostólico, para proclamar su resurrección. Son medios humanamente pobres, pero  poderosos por medio del Espíritu.

        La paz no es sólo un saludo, en este caso tiene valor constituyente, Jesús ofrece la paz que ha creado con su resurrección. Paz, chalon, en hebreo significa armonía. Con su resurrección Jesús es nuestra paz...  pues por él tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu  (Ef 2,14.18). En Cristo somos hijos del Padre y hermanos entre nosotros, recibiendo así la debida armonía como miembros de su cuerpo.

         La alegría es un don inseparable del Espíritu y de la paz. Se trata de compartir la alegría auténtica, cuyo principio y fuente es Dios Padre; es la alegría  que comparte Jesús y quiere que sus discípulos también compartan (Jn 17,13). Lo que prometió, ahora se ha hecho realidad: Vosotros ahora estáis tristes, pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría (Jn 16,22). Se alegraron los discípulos al ver al Señor (Evangelio). Es la alegría, inseparable del amor,  que da sentido a la vida, al saberse el discípulo amado por Dios y con una vida nueva, segura y con sentido.

        Finalmente el don de la misión. Los dones de Dios son dinámicos.

Dios es la fuente de la vida, la felicidad, la alegría, la perfección y nos las da para que las compartamos con los demás. El don de la fe en la resurrección de Jesús que hemos recibido, es para compartirlo, prolongando así el testimonio apostólico. Por eso Jesús subraya de un modo especial que el don de la fe y vida nueva exige ser transmitido, como el agua, que corre y da vida, pero que cuando se estanca, se puede echar a perder. La misión forma parte de la vida cristiana.


        En cada Eucaristía Jesús actúa como pontífice misericordioso, que nos comprende y ayuda, ofreciéndonos sus dones, y nos envía en misión para que los trasmitamos a los demás.


Rvdo. don Antonio Rodríguez Carmona

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