martes, 4 de abril de 2017

Las dos alforjas



Cuenta Esopo en una de sus fábulas que cuando Prometeo modeló al hombre le colgó dos alforjas, una delante, sobre el pecho, que guarda los defectos ajenos y otra detrás, sobre la espalda, que contiene los defectos propios. Así los hombres ven los defectos ajenos, pero no los suyos.

Algo parecido es lo que viene a decirnos Jesús cuando perdona a la mujer sorprendida en adulterio. Nada menos que los entendidos en la ley y citando a Moisés se la presentan y le dan el veredicto: según dicha ley debe morir lapidada. Con lo que no debería tener más remedio que aceptar los hechos consumados. Querían ponerlo entre la espada de recoger la primera piedra y la pared de proceder contra la ley. Mas Él, que es indulgente con el caído y que está a punto de morir por el pecador, les responde: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”.

Aparte del deseo que tiene de perdonar, reflexionemos sobre un par de curiosidades, digamos, menores: antes se presentaron en grupo, el apedreamiento sería en conjunto; quizá con la finalidad de que, no sabiendo qué piedra en concreto la mataba, podrían irse cada cual al final del día a dormir sin que les remordiera la conciencia por haber cometido un asesinato. En cambio ahora desaparece la solidaridad “...se fueron escabullendo uno a uno”. ¿Cómo nos vamos a solidarizar con los pecados ajenos? ¡Bastante hay con reconocer los propios!

La otra curiosidad: “...empezando por los más viejos”. Al ser mayores, más hemos vivido y en consecuencia mayores y cuantiosas han sido nuestras acciones pecaminosas acumuladas. Además de más pecados, gracias a Dios, acumulamos también más experiencia. Esta misma veteranía nos proporciona la sensatez y cordura de darnos cuenta de nuestras debilidades. Tampoco nos importa demasiado reconocernos pecadores, ya  que hemos pasado aquellas lejanas fiebres de juventud en que nuestra imprudencia o soberbia nos impediría reconocer los errores y equivocaciones. ¡Cuánto menos, los pecados! Ahora ya hemos madurado y adquirido algo de sensatez. Ya hemos hecho muchos exámenes de conciencia y hemos llorado muchos pecados. Así que hemos llegado a un grado de sabiduría de ser capaces de reconocer que no somos nadie para juzgar al prójimo, en consecuencia agachemos nuestra cabeza y ni siquiera amaguemos para recoger la piedra, ¡cuánto menos tirarla!

Pero Jesús tan proclive a perdonar, no puede acepta el pecado. Por ello también a la pecadora le hace una recomendación “...en adelante no peques más”.


Pedro José Martínez Caparrós

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