sábado, 29 de abril de 2017

III Domingo de Pascua




El Señor resucitado presente en nuestra vida y en la Eucaristía

El relato de la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús nos muestra uno de los modos que emplea Jesús para revelarse a unos discípulos que habían vivido su muerte como un fracaso.  Parte Jesús del hecho de que su  muerte y resurrección son dos caras de un mismo misterio: cuando  llegó al final del proceso de muerte real, comenzó su resurrección, es decir, cuando entregó totalmente su vida por amor -  nos amó hasta el extremo – es acogido por el amor trasformador del Padre. No sabemos cómo ni cuándo tuvo lugar esta trasformación de su humanidad, pues sólo se nos ha dado a conocer el momento en que Dios nos lo ha revelado, lo que conocemos como domingo de resurrección. El tercer día¸ fórmula  que en la literatura judía significa la hora de la verdad en que Dios libera al justo afligido, se refiere en nuestro caso al momento de la proclamación de la resurrección.

Dos discípulos han contemplado el misterio pascual desde la faceta externa e histórica, la crucifixión,  y la han vivido como un fracaso: esperaban que él sería quién rescataría a Israel política y militarmente. La realidad es que ha muerto crucificado. Ya han pasado tres días  de esto. Se han enterado de que unas mujeres han visto el sepulcro vacío y han asegurado que unos ángeles afirman que vive, pero están desconcertados y van de vuelta  de todo esto,  tristes.

La psicología propia de un fracasado. Jesús se les une y comienza el proceso. Lo primero que les pide es que reordenen los hechos vividos. Después les invita a iluminarlos con la palabra de Dios. No se nos dice qué textos concretos citó Jesús, sólo que adujo los que mostraban que el Mesías tenía que padecer para entrar así en su gloria. Realmente en el AT son abundantes los textos del justo perseguido y siempre vindicado por Dios o en esta vida o después de morir, resucitándolo. Ningún justo ha conseguido la meta final sin pasar por la persecución. Aquí radica el problema de los dos discípulos, en juzgar el final de Jesús con criterios humanos y no con la luz de Dios, y esto a pesar de que el mismo Jesús ya había anunciado su muerte y resurrección. Pero los criterios humanos ahogaron estas luces y entonces no entendieron nada. Ahora ardían sus corazones mientras les declaraba las Escrituras. ¡Con cuánta convicción les inculcaría Jesús esta idea! La mente ya está lista.

Pero no basta tener ideas claras, es necesario tener una voluntad fuerte para decidirse y dar el paso. Por eso ahora le toca su turno al corazón. Jesús hace ademán de seguir adelante para suscitar en ellos un gesto de amor, en concreto, un acto de hospitalidad: Quédate con nosotros. Ya está todo listo para que, al partir Jesús el pan, se les abrieran los ojos  y lo reconocieran. Bastó un gesto. Aquello ciertamente no fue  una Eucaristía, pero Lucas piensa en ella y nos ofrece un camino para descubrir al Señor resucitado en cada celebración. Siempre que llevamos con amor a la celebración nuestra vida con sus sufrimientos y el dolor del mundo y los iluminamos con la palabra de Dios, experimentaremos la presencia del Señor resucitado.

Al resucitar, la humanidad de Jesús ha trascendido la condición humana y participa de la condición divina. Ahora puede estar presente en todos los tiempos y lugares. Por eso está presente no sólo en toda celebración de la Eucaristía, sino  en todas partes, especialmente en el corazón de todos los hombres. Como  nuevo Adán está en el fondo de toda existencia humana inspirando con su Espíritu buenos pensamientos y deseos y ofreciendo su gracia para llevarlos a cabo.

En este contexto la misión cristiana tiene un sentido especial: no se trata de “llevar a Jesús”, a una persona, pues  ya está en ella, sino de ayudarla a descubrir esa presencia y a aceptarla explícitamente en su vida mediante la fe y el bautismo. Los caminos para ello son variados, y uno importante es el proceso de Emaús. Punto de partida son las experiencias negativas que se presentan en la vida: fracasos, desilusiones, el dolor y la muerte... Son experiencias de muerte en cuyo fondo está la experiencia de la resurrección. Analizadas a la luz de la palabra de Dios ayudan a descubrir la presencia de Cristo, pero es necesario que vayan acompañadas de una actitud de amor por la humanidad. En estas condiciones  el que busca está  en disposición de  que “se le abran los ojos” y reconozca a Jesús.

D. Antonio Rodríguez Carmona


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