(NOTA DEL AUTOR):
Dado que es un texto largo, y, por
consiguiente, ocupa un lugar excesivo para una catequesis escrita y enviada a
la red, omito el texto remitiendo su lectura a Lucas 15,11-32. De esta forma se
aprovecha el espacio para dedicarlo a reflexionar sobre la Parábola del mismo.
Se le acercan a Jesús muchos publicanos
y pecadores a escuchar la Palabra de Dios; los fariseos y escribas, estaban
alerta, no para escuchar su Palabra, sino para encontrar en ella señales por
donde atacar a Jesús. Son dos posturas ante la Palabra de Dios: la de los
pecadores, que se saben pecadores, pero se acercan a Él, y la de los “sabios de
este mundo”, los doctores de la Ley, que solo buscaban murmurar. Estos “sabios”
son los que luego dirá Jesús que son aquellos a quienes el Padre les ha
ocultado su Mensaje.
Y Jesús, que no hace acepción de
personas, admite a todos: los que se acercan a Él quizá con curiosidad, de
buena voluntad, para hallar Luz en su vida, y los que se acercan con otra
intención. El Evangelio, en boca del Maestro, es para todos.
Y comienza con una parábola; no tiene
que ser necesariamente cierto el acontecimiento como caso real - para eso es
una parábola -, aunque de hecho podemos vernos reflejados en cualquiera de los
dos hermanos.
Resulta que el menor de los hijos, pide
al padre le de la parte de la herencia que le corresponde. Ya se empieza mal.
La herencia, normalmente, se reparte cuando la persona-el padre-, ha fallecido.
Este hijo pide en vida la herencia porque para él, su padre ya no cuenta.
Quiere salir de la casa del padre y vivir por su cuenta.
Y el padre, lejos de reprocharle nada,
“les reparte la herencia”, es decir hace tres partes: una para él, otras dos
para los dos hijos. Textualmente el texto dice “les reparte la herencia”.
El hijo menor, coge su parte y se va de
la casa, aun país lejano; no le basta salir de casa, sino que se va hasta del
país. Para un judío, salir del país es algo muy grave: su tradición es vivir en
su patria, cerca de la Sinagoga; hay que pensar en la mentalidad de la época.
Sale del país. Y malgasta su dinero, como sabemos, viviendo con todos los
placeres que en casa del padre no tenía. Gasta todo, y viene la cruda realidad.
Al no tener fortuna, tiene que buscar trabajo y lo encuentra en donde peor lo
puede hallar: es para cuidar cerdos. Para los israelitas el cerdo es un animal
impuro; él pasa de vivir una vida en
casa de su padre conforme a la tradición judía, con las comodidades propias de
su casa, dentro de su religión, a vivir en la mayor de las impurezas.
El cristiano, elegido que es por Dios,
tiene la misión de pastorear a las ovejas, llevándolas a los “verdes prados del Evangelio” que nos
dirá san Agustín. Este hijo, en lugar de pastorear ovejas, pastorea cerdos, es
decir cae en los pecados de impureza e idolatría.
Y Dios le habla, como nos habla cada
día, aunque muchas veces estemos tan inmersos en nuestros asuntos, que no
“tenemos tiempo para escuchar a Dios”. Pero las penurias por donde está pasando
son tan grandes, que piensa en su casa; entonces sí se acuerda de su padre, de
que nunca tuvo necesidad con él; se acuerda del cariño que despreció, y de la
despedida que no le permitió ni volver la cabeza para mirar atrás. Ahora sí
recapacita, y, en su arrepentimiento se pone en camino. El padre, que todas las
mañanas oteaba el horizonte buscando la imagen de aquel hijo amado que
despreció su amor, El padre, le espera; y, al verlo llegar, se enternece su
corazón, se abren sus entrañas de padre y madre, y no le deja ni hablar. “He pecado contra el Cielo y ante ti, y no
merezco ser llamado hijo tuyo…”, sollozaba el hijo. El padre, lleno de
alegría manda poner en sus manos el sello de hijo, el anillo familiar; le pone
el mejor vestido,-estaba desnudo, es decir en pecado-, y celebra con él una
fiesta. Manda incluso matar el ternero cebado, que preparaba para las grandes
celebridades. Y, comenta: “Este hijo
estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado”. Así
es nuestro Dios. Él entrega a su Hijo por nosotros llevándolo a la Cruz, para
nuestra salvación. ¿Alguien nos amó así alguna vez?
Entretanto, el hermano mayor oye el
bullicio de la fiesta y se informa de los acontecimientos. Lleno de envidia, se
niega a participar. E increpa al padre diciendo: “…en tanto años que te sirvo nunca me has dado un cabrito para
comerlo con mis amigos…” es decir, la fiesta la quiere hacer él con sus
amigos, pero sin contar con su padre; y continúa: “…en cambio a ese hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero le matas el
ternero cebado…” Es decir, ni le reconoce como hermano.
El padre trata de convencerlo: “…hijo, todo lo mío es tuyo, pero convenía
celebrar la fiesta porque este hermano tuyo estaba perdido y lo hemos
encontrado…” El padre, reconoce a los dos como hijos, y entre ellos como
hermanos. No le ha reprochado nada ni a uno ni a otro; ha perdonado a ambos, a
pesar de sus maldades.
Este padre del episodio que nos narra
Jesucristo es nuestro Padre Dios, con entrañas y ternura de Madre, que nos ama
hasta el infinito, que nos quiere como somos, que comprende nuestros pecados,
que derrama su Misericordia con su corazón volcado hacia el nuestro lleno de miseria.
Debería ser llamado no como la parábola del hijo pródigo, sino del Padre de la
Misericordia.
Así nos lo cuenta nuestro Hermano
Jesucristo para conocer y amar al que es todo AMOR Y MISERICORDIA, Dios.
Alabado sea Jesucristo.
Tomas Cremades Moreno
No hay comentarios:
Publicar un comentario