Hemos celebrado la Navidad, el acontecimiento del “Dios con nosotros”. Dios
en nuestra humanidad concreta, en nuestra casa, en nuestro interior,
en nuestra ciudad…
Hemos de aclarar que no sería correcto decir que tenemos y llevamos a Dios
con nosotros. Lo correcto será decir que Dios nos ha tomado y nos lleva
consigo. Lo que hemos hecho en la liturgia de la Navidad es, una vez más,
dejarnos tomar por Él.
Porque si Dios ha querido estar con nosotros no ha sido solo en atención a
nosotros mismos, sino también con la voluntad de manifestarse a los demás, al
mundo entero. El deseo de Dios sigue siendo el de llegar al mundo, a todos,
“para que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,3-4;
Tt 2,11). Sólo que, como nos recuerda San Pablo, Él no se manifiesta, ni le
vemos, cara a cara, sino como en un espejo (cf. 1Co 13,12). A nosotros, en
realidad, se nos ha manifestado, no directamente, sino a través de muchos y
diversos caminos, a través de múltiples espejos (cada uno sabrá cómo y cuántas
mediaciones ha utilizado Dios para llegar hasta la propia vida). Una vez le
hemos recibido por la fe, nos convertimos inmediatamente en espejos de su luz,
es decir, imágenes de su ser (aquella imagen que éramos por creación y que
había quedado dañada por el pecado).
El caso es que, según quiere Dios, quien ha sido iluminado, ha de iluminar,
de él ha de salir luz para el mundo; no siendo él luz, pero sí reflejándola,
como en espejo. Pero ahora sobreviene un gran reto. Por gracia hemos sido
introducidos en una habitación iluminada, espaciosa, con múltiples y muy
diversas puertas; por gracia nos ha llegado un rayo de luz y nos beneficiamos
de él. Pero al mismo tiempo se nos dice: así como se te abrió una puerta para
entrar en esta habitación, así como se te regaló esta luz, así has de abrir
todas y cada una de esas puertas, así has de dirigir tu reflejo en todas las
direcciones, sin excepción. Detrás de cada puerta, al lado tuyo, hay personas
concretas, seres humanos como tú, muy diversas, con historias, cultura,
temperamentos, mentalidades y personalidades, quizá distintas y
contrarias a la tuya… A todos sin excepción has de abrir la puerta, a todos has
de dirigir el brillo de tu espejo.
Porque de la misma manera que te llegó a ti la luz, así la has de reflejar.
No esperó Dios a que fueras bueno para manifestársete; tampoco hizo selección
de culturas, psicologías, políticas o mentalidades: sólo ofreció su tesoro
esperando, eso sí, ser acogido.
Y así como, al entrar en aquella habitación tan espaciosa y acoger aquella
luz tan brillante, experimentaste una alegría que brotaba del corazón, deja
ahora que esa alegría acompañe tu gesto de abrir puertas y de reflejar luz, de
manera que se contagie a tus hermanos. No se te pide simplemente que seas
simpático, o que pongas contento, o de buen humor, a tu hermano, sino que
colabores para que se implante en él la fuente de la alegría. Porque donde hay
fuente, hay agua viva; donde hay espejo junto a un foco de luz, allí hay
brillo. Donde hay presencia viva de Dios, allí hay Evangelio, y donde hay
Evangelio, allí hay alegría sincera, desbordante, contagiosa.
Es verdad que, como la fe cristiana lleva de la mano la alegría, a veces
quien se contagió de la alegría de un hermano acabó hallando la fe. Pero, con
San Juan de la Cruz, repetimos, para no olvidarnos nunca, “que bien sé yo la
fuente que mana y corre…”.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat
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