lunes, 9 de enero de 2017

La alegría que se contagia



Hemos celebrado la Navidad, el acontecimiento del “Dios con nosotros”. Dios en nuestra humanidad concreta, en nuestra casa, en nuestro interior, en nuestra ciudad…

Hemos de aclarar que no sería correcto decir que tenemos y llevamos a Dios con nosotros. Lo correcto será decir que Dios nos ha tomado y nos lleva consigo. Lo que hemos hecho en la liturgia de la Navidad es, una vez más, dejarnos tomar por Él.
Porque si Dios ha querido estar con nosotros no ha sido solo en atención a nosotros mismos, sino también con la voluntad de manifestarse a los demás, al mundo entero. El deseo de Dios sigue siendo el de llegar al mundo, a todos, “para que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,3-4; Tt 2,11). Sólo que, como nos recuerda San Pablo, Él no se manifiesta, ni le vemos, cara a cara, sino como en un espejo (cf. 1Co 13,12). A nosotros, en realidad, se nos ha manifestado, no directamente, sino a través de muchos y diversos caminos, a través de múltiples espejos (cada uno sabrá cómo y cuántas mediaciones ha utilizado Dios para llegar hasta la propia vida). Una vez le hemos recibido por la fe, nos convertimos inmediatamente en espejos de su luz, es decir, imágenes de su ser (aquella imagen que éramos por creación y que había quedado dañada por el pecado).

El caso es que, según quiere Dios, quien ha sido iluminado, ha de iluminar, de él ha de salir luz para el mundo; no siendo él luz, pero sí reflejándola, como en espejo. Pero ahora sobreviene un gran reto. Por gracia hemos sido introducidos en una habitación iluminada, espaciosa, con múltiples y muy diversas puertas; por gracia nos ha llegado un rayo de luz y nos beneficiamos de él. Pero al mismo tiempo se nos dice: así como se te abrió una puerta para entrar en esta habitación, así como se te regaló esta luz, así has de abrir todas y cada una de esas puertas, así has de dirigir tu reflejo en todas las direcciones, sin excepción. Detrás de cada puerta, al lado tuyo, hay personas concretas, seres humanos como tú, muy diversas, con historias, cultura, temperamentos,  mentalidades y personalidades, quizá distintas y contrarias a la tuya… A todos sin excepción has de abrir la puerta, a todos has de dirigir el brillo de tu espejo.

Porque de la misma manera que te llegó a ti la luz, así la has de reflejar. No esperó Dios a que fueras bueno para manifestársete; tampoco hizo selección de culturas, psicologías, políticas o mentalidades: sólo ofreció su tesoro esperando, eso sí, ser acogido.

Y así como, al entrar en aquella habitación tan espaciosa y acoger aquella luz tan brillante, experimentaste una alegría que brotaba del corazón, deja ahora que esa alegría acompañe tu gesto de abrir puertas y de reflejar luz, de manera que se contagie a tus hermanos. No se te pide simplemente que seas simpático, o que pongas contento, o de buen humor, a tu hermano, sino que colabores para que se implante en él la fuente de la alegría. Porque donde hay fuente, hay agua viva; donde hay espejo junto a un foco de luz, allí hay brillo. Donde hay presencia viva de Dios, allí hay Evangelio, y donde hay Evangelio, allí hay alegría sincera, desbordante, contagiosa.

Es verdad que, como la fe cristiana lleva de la mano la alegría, a veces quien se contagió de la alegría de un hermano acabó hallando la fe. Pero, con San Juan de la Cruz, repetimos, para no olvidarnos nunca, “que bien sé yo la fuente que mana y corre…”.

† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat


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