Mientras rezaba el 2º misterio luminoso
en el rezo del santo rosario han venido a mi mente las siguientes
consideraciones. No sé si las leyera un teólogo
pasarían el antiguo “nihil obstat”, pero tampoco creo que me
excomulgara.
Cuando Jesús la eligió para ser su
madre, como nos pasaría a cada cual que pudiera, eligió la mejor del momento. Pese
a su maternidad divina no dejó de ser mujer y en consecuencia tendría las
virtudes de la mujer, pero también las peculiaridades, llamémosle así, de
ellas.
Ya en la presentación de Jesús, Simeón
le dijo aquello de “…y una espada te
atravesará el corazón”. Estas palabras a la mujer-madre le darían mucho qué
pensar. La sensibilidad femenina es, digamos, más sutil y delicada que la del
varón con lo que, como también dice Lucas “...María
conservaba todas estas cosas en su corazón”. Igualmente cuando el niño se
les perdió en el templo, ¡vaya soponcio! diríamos en un lenguaje coloquial y
encima la respuesta del niño… “¿No
sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” A todas estas
vivencias les iría dando vueltas en sus reflexiones, trataría de comprenderlas
y las iría asimilando hasta el punto de hacerlas vida.
Es de suponer que, esas meditaciones,
vivencias y recuerdos hechos vida los trataría de llevar a la práctica en la
educación de Jesús en el día a día. Como cualquier madre estaría pendiente e,
incluso, sobreprotegería ‒en
el mejor sentido de la palabra‒
al niño para que nada le pasara, para que fuera creciendo según las normas de
la época y del medio en que vivían, le educaría en la obediencia, respeto a los
mayores, en su buen comportamiento con la comunidad, en sus juegos y
convivencia con los otros niños, etc. ¡Ten cuidad! ¡Qué te vas a caer! ¡Ya te
lo había advertido! En fin, como cualquier madre. Por supuesto y con mayor
ahínco en lo tocante a la instrucción en
la Ley de Moisés. Así, en su humanidad, Jesús llevaría el sello de María, actuaría
como ella le guiaba, ante los vecinos se comportaría tal como ella le había
educado.
Incluso en el paso de la vida privada a
la pública, ‒por cierto con
este paso ella prácticamente desaparece, se dio cuenta de que ya había pasado
su tiempo‒, María, madre
y mujer, se encargó de ejercer su influencia. Fue a avisarle, como si él no se
hubiera percatado del problema de aquella pareja y ante la contestación de
Jesús, la madre-mujer no se achanta, sigue queriendo influir en el hijo, sigue
ejerciendo su rol y… poco menos que le obliga por su autoridad materna a
realizar el milagro. Si lo conocería y estaría tan segura de su influencia
sobre él que a pesar de la respuesta, ella se dirige a los sirvientes ‒ahora diríamos que lo “puentea”‒
para decirles: “Haced lo que él os
diga”. Así, de esta manera, a Jesús no le cupo más remedio que seguir
obedeciéndola, ya hecho todo un hombre, para no dejarla desairada ante la
concurrencia. Ella como perspicaz mujer se percata del problema, asume como
propia la preocupación de aquella familia desairada a causa de la falta de
previsión. Como madre no duda en echar mano de su influencia y autoridad sobre
el hijo para sacar de apuros a la pareja de recién desposados.
Pongámonos nosotros, también como hijos
suyos, bajo su amparo cuando los problemas lleguen a nuestras vidas, cuando nos
falte la alegría, cuando nos ahoguemos bajo el peso de las dificultades y sobre
todo cuando la aridez espiritual nos invada.
Pedro
José Martínez Caparrós
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