Quien se deja atraer por la voz de Dios y se pone en camino para seguir a
Jesús, descubre enseguida, dentro de él, un deseo incontenible de llevar la
Buena Noticia a los hermanos, a través de la evangelización y el servicio
movido por la caridad. Todos los cristianos han sido constituidos misioneros
del Evangelio.
El discípulo, en efecto, no recibe el don del amor de Dios como un consuelo
privado, y no está llamado a anunciarse a sí mismo, ni a velar los intereses de
un negocio; simplemente ha sido tocado y trasformado por la alegría de sentirse
amado por Dios y no puede guardar esta experiencia solo para sí: «La alegría
del Evangelio que llena la vida de la
comunidad de los discípulos es una alegría misionera» (Exht. Ap. 21).
Por eso, el compromiso misionero no es algo que se añade a la vida
cristiana, como si fuese un adorno, sino que, por el contrario, está en el
corazón mismo de la fe: la relación con el Señor implica ser enviado al mundo
como profeta de su palabra y testigo de su amor.
Aunque experimentemos en nosotros muchas fragilidades y tal vez podamos
sentirnos desanimados, debemos alzar la cabeza a Dios, sin dejarnos aplastar
por la sensación de incapacidad o ceder al pesimismo, que nos convierte en
espectadores pasivos de una vida cansada y rutinaria.
No hay lugar para el temor: es Dios mismo el que viene a purificar nuestros
«labios impuros», haciéndonos idóneos para la misión: «Ha desaparecido tu
culpa, está perdonado tu pecado. Entonces escuché la voz del Señor, que decía:
“¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?”. Contesté: “Aquí estoy,
mándame”» (Is 6,7-8).
Todo discípulo misionero siente en su corazón esta voz divina que lo invita
a «pasar» en medio de la gente, como Jesús, «curando y haciendo el bien» a
todos (cf. Hch 10,38). En efecto, como ya he recordado en otras ocasiones, todo
cristiano, en virtud de su Bautismo, es un «cristóforo», es decir, «portador de
Cristo» para los hermanos.
Dios supera nuestras expectativas y nos sorprende con su generosidad,
haciendo germinar los frutos de nuestro trabajo más allá de lo que se puede
esperar de la eficiencia humana.
Con esta confianza evangélica, nos abrimos a la acción silenciosa del
Espíritu, que es el fundamento de la misión. Nunca podrá haber pastoral
vocacional, ni misión cristiana, sin la oración asidua y contemplativa. En este
sentido, es necesario alimentar la vida cristiana con la escucha de la Palabra
de Dios y, sobre todo, cuidar la relación personal con el Señor en la adoración
eucarística, «lugar» privilegiado del encuentro con Dios.
Animo con fuerza a vivir esta profunda amistad con el Señor, sobre todo
para implorar de Dios nuevas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. El Pueblo de Dios
necesita ser guiado por pastores que gasten su vida al servicio del Evangelio.
Por eso, pido a las comunidades parroquiales, a las asociaciones y a los
numerosos grupos de oración presentes en la Iglesia que, frente a la tentación
del desánimo, sigan pidiendo al Señor que mande obreros a su mies y nos dé
sacerdotes enamorados del Evangelio, que sepan hacerse prójimos de los hermanos
y ser, así, signo vivo del amor misericordioso de Dios.
Queridos
hermanos y hermanas, también hoy podemos volver a encontrar el ardor del
anuncio y proponer, sobre todo a los jóvenes, el seguimiento de Cristo. Ante la
sensación generalizada de una fe cansada o reducida a meros «deberes que
cumplir», nuestros jóvenes tienen el deseo de descubrir el atractivo, siempre
actual, de la figura de Jesús, de dejarse interrogar y provocar por sus
palabras y por sus gestos y, finalmente, de soñar, gracias a él, con una vida
plenamente humana, dichosa de gastarse amando.
(Del mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de la Oración por las
Vocaciones de 2017)
No hay comentarios:
Publicar un comentario