El comienzo del mes de noviembre, con la celebración de la solemnidad
de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos, está
marcado por el recuerdo de los hermanos que nos han dejado.
Aunque los cristianos debemos orar para que todos se salven, espontáneamente
recordamos con especial afecto a aquellas personas que han pasado
por nuestra vida, que nos han amado y de las cuales Dios se ha servido
para mostrarnos su amor de Padre y revelarnos nuestra condición de hijos
suyos: los padres, familiares, amigos, sacerdotes que han sido importantes
en nuestras vidas, creyentes cuyo testimonio ha sido un ejemplo para
nuestra fe… Sin duda alguna, lo que cada una de estas personas ha significado
para nosotros nos viene a la memoria.
Para ayudarles a vivir cristianamente estos días les voy a recordar
dos acontecimientos de la vida que San Agustín, que él mismo cuenta en
sus Confesiones. En el libro V, capítulo XIII
el santo obispo de Hipona narra que cuando todavía no era cristiano,
al llegar a Milán visitó al obispo Ambrosio, quien le recibió paternalmente.
“Yo (dice Agustín) comencé a amarle; al principio no ciertamente como
a doctor de la verdad…, sino como a un hombre afable conmigo”. Sin embargo,
mirando la historia de su vida cuando había llegado a la fe, el recuerdo
del gran obispo de Milán le mueve a volverse hacia Dios con unas palabras
que esconden una profunda gratitud: “A él era yo conducido por ti sin
saberlo, para ser por él conducido a ti sabiéndolo”.
El recuerdo
de los difuntos que estos días vivimos de una manera más intensa, debería
caracterizarse por esta gratitud nacida de la fe. Nunca debe borrarse
en nuestro corazón el afecto a ellos por su amor hacia nosotros. Pero sobre
todo, tendría que ser un recuerdo lleno de agradecimiento a Dios, porque
a lo largo de nuestra vida, se sirve de las personas que nos va poniendo
en el camino para llevarnos a Él.
El segundo
episodio lo encontramos en el libro IX, capítulo XI. Cuando de regreso
a la Patria están esperando en el puerto de Ostia para embarcar, su madre
enferma gravemente y, sintiendo que se acerca la hora de la muerte,
les dice a él y a su hermano: “enterrad aquí a vuestra madre”. Agustín
nos describe su reacción y la de su hermano: “Yo callaba y frenaba el
llanto, más mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía
desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras lejanas”.
La respuesta de santa Mónica nos muestra el corazón de una mujer creyente:
“enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado;
solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor dondequiera
que os hallareis”.
La memoria de
nuestros hermanos difuntos ha de ser un recuerdo creyente y, por tanto,
orante. No consiste solo en que nosotros los traigamos a la memoria,
sino en que pidamos a Dios que Él también se acuerde de ellos para llevarlos
al gozo de su presencia.
Con mi bendición y afecto,
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa
Obispo de Tortosa
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