Elías,
último profeta que ha quedado vivo en tiempos del rey Ajab, huye al desierto
ante la inminente persecución de la reina Jezabel, a causa de haber pasado a
cuchillo a los cuatrocientos profetas de Baal, episodio que nos narra el libro
de los Reyes (1R, 19)
En
su persecución huye al desierto, y, en su desesperación se desea la muerte. Pero el Ángel de Yahvé,
le toca y le dice: “¡Levántate y come!
Se levantó y vio, a su cabecera, una torta de pan y un jarro de agua. Con el
Pan de Vida, - la Eucaristía -, y el
Agua del Espíritu-, podemos continuar el camino.
El
Ángel de Yahvé le tocó por segunda vez y le dijo:” Levántate y come pues el camino ante ti es largo” Bebió y comió,
y con la fuerza del alimento anduvo cuarenta días y cuarenta noches, hasta
llegar al monte Horeb, donde se refugia en la cueva para pasar la noche.
El
Ángel de Yahvé es la misma Palabra de Dios que le consuela. Los israelitas no
podían pronunciar su Nombre, y así le hacen presente en estos y otros
acontecimientos, con la denominación del Ángel de Yahvé.
Estos
acontecimientos nos recuerdan los cuarenta días de camino por el desierto del
pueblo de Israel en su salida de la esclavitud de Egipto, enlazando de forma
maravillosa a los dos profetas Moisés y Elías, que luego, más tarde, en la
Transfiguración del Señor, se harán presentes, el primero en representación de
la Ley, y el segundo como representante de los Profetas.
Y
allí, en la cueva, le visita la Palabra de Yahvé diciendo:” ¿Qué haces aquí, Elías?” “Sal y permanece en pie en el monte ante
Yahvé”
En
la postura de “estar de pie”, que es la postura del hombre resucitado, se hace
presente el paso de Yahvé-Dios. Se produce un enorme huracán, donde no se
encuentra Dios; después del huracán sobreviene un terremoto, pero allí tampoco
está Dios; pasa el fuego…y allí no se encuentra Dios. Y después del fuego, un
susurro suave cual brisa…allí sí estaba Yahvé.
Igual
en nuestra vida: allí aparecen terremotos, enfermedades, acontecimientos que
nos sobrepasan, que, incluso, Dios permite; pero en ellos en el terremoto, en
el huracán, en el fuego, no se encuentra Dios. Dios está en la calma de la
brisa suave, donde no está el ruido del mundo…donde podemos escuchar su
Palabra-Jesucristo-, donde podemos sentarnos a sus pies, como María, la hermana
de Marta.
Nuevamente
le llega a Elías una Voz, que le pregunta:”
¿Qué haces aquí, Elías? Le llama por su nombre, como hace el Buen Pastor
Jesucristo, que a sus ovejas las conoce y llama por su nombre; y Elías, como
oveja que conoce a su Pastor Yahvé, se pone en camino por orden de Dios, en
dirección a Damasco,- lugar en donde se producirá siglos más tarde la
conversión de Pablo de Tarso -, y nombra allí, como sucesor suyo, al profeta
Eliseo que estaba arando frente a doce yuntas de bueyes. “Elías pasó a su lado y le echó por encima su manto “(1 R, 19,19).
Imagen preciosa de las doce tribus de Israel, imagen maravillosa de los doce
Apóstoles de Jesús. Y el acontecimiento de “echar el manto”, nos recuerda que
el “manto”, en la espiritualidad bíblica, representa el “espíritu”, la propia
personalidad de quien se lo pone. Es decir, Elías, traspasa, por así decir, su
propio espíritu al profeta Eliseo, como le había ordenado Yahvé.
No
en vano, más tarde, cuando Elías es arrebatado al cielo en un carro de fuego, (2R,
1-19), Eliseo se agarra al manto de Elías pidiendo que pasen a él dos tercios
de su espíritu, desgarrando en dos el manto de Elías.
Episodio
que nos recuerda que, en la muerte de Jesús, el velo del Templo se rasgó en
dos, de arriba abajo, de Dios a los hombres. Toda, toda la Escritura está
repleta de símbolos que nos llevan como las olas, como el viento suave de
Elías, de un lugar a otro, de Cristo a los hombres.
Alabado
sea Jesucristo
Tomas
Cremades Moreno
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