Confieso que desde hace algún tiempo me invade la tristeza. He vivido
muchos acontecimientos en los últimos cincuenta y cinco años. Experiencias
preciosas como han sido la llamada a ser cristiano, o a vivir la vida nueva
de Cristo preparando el ministerio sacerdotal y la ordenación como
sacerdote. También la ordenación episcopal. He sido feliz siendo sacerdote
y obispo en tantos momentos de gozo con tanta gente; he procurado hacer
el bien de los demás, con la predicación o el ejercicio del ministerio.
Me he acercado a tantas personas y al misterio de sus vidas al hilo de
tantos acontecimientos en España y en el mundo. Recuerdo vivamente
la transición política y social, con sus luces y sombras. Pero con la
alegría de haber visto que se ponían las bases para una convivencia plural
en una España en la que cabían todos, tras tantos años de enfrentamiento,
antes y después de la guerra civil; ese proceso que llevó a término la
realidad de un Estado de derecho con la promulgación de la Constitución
Española en 1978.
No viví ciertamente aquellos años
de ruptura entre españoles (1931-1939), pero sí las consecuencias de
no quererse los unos a los otros. Era bueno comprobar que esa situación
terminaba y empezaba otra. Y no es que todo este tiempo, desde 1978 hasta
hoy, haya sido una balsa de aceite. Muchos problemas, muchas incertidumbres,
pero hemos tenido una vida “normal” con alternativas y vaivenes, discusiones
y luchas, pero me parecía a mí que eran idos los tiempos donde los dirigentes
de los partidos políticos llevaban a nuestro pueblo a enfrentamientos
de enemigos irreconciliables que, desde la primera República Española
en el siglo XIX, buscaban los unos la desaparición de los otros, o su persecución
por ideas o tendencias o defensa razonada de posiciones políticas.
En la vida hay muchas cosas que no te gustan, que te desagradan en la sociedad
en la que vives, pero en un momento dado dejas la ingenuidad de creer
que todo va a ir bien. Sin embargo, tienes la esperanza de que llegará
la cordura, o que las cosas pueden mejorar y prevalecerá la justicia,
la atención a los más pobres y una sociedad con más oportunidades para
todos. Y el punto de referencia ha sido en todos estos años el ordenamiento
jurídico del Estado que nos hemos dado todos, como posibilidad de entendimiento,
esto es, la Constitución Española.
Yo creo en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, y en su Providencia;
vivo en el seno de la Iglesia Católica, que sinceramente contribuye
al bien común de toda la sociedad española. Acepto, claro está, otras
estancias sociales, otros grupos de nuestra sociedad que contribuyen
a ese bien común. Es buena la separación Iglesia-Estado y la relación
normal con tantas y tantas instituciones. También comprendo cada vez
más que el ser humano, hombre y mujer, no se explican bien sin esa fractura
que significa el pecado, y así acepto con paciencia mis defectos y
los defectos del prójimo. Pero, desde hace algunos años presiento que
el horizonte está cambiando y que la gente empieza a sufrir de nuevo
las veleidades y las tomas de decisiones de políticos que tantas veces
no buscan siempre el bien común. De manera que tenemos que sufrir con
excesiva frecuencia lo que ellos indican y dicen que es el bien de todos
los españoles, de todos los catalanes, de todos los madrileños, de
todos los castellanomanchegos, etc. Y se deja de pensar en el conjunto,
en lo que somos todos y se piensa más en “lo mío”, “lo nuestro”, “en mi gente”
y en sus exigencias, que muchas veces son simplemente las de este o
aquel partido político y que no todo el mundo comparte.
Yo no sé si se debe reformar la Constitución y tampoco me escandalizaré,
si se hace. Pero me apena muchísimo -y me indigna- que empecemos de
nuevo a no tener un punto de referencia que nos sirva para resolver y
no para romper. Es mejor estar juntos que disgregados, es mejor abrir
que cerrar, es mejor escuchar que chillar, es mejor acoger que rechazar.
Es mejor una España unida, por muy diversa que sea, que desgajada en
partes, aunque esas partes tengan peculiaridades muy ricas y que han
de tenerse en cuenta.
Me parece un error que la presidencia de la Generalitat de Cataluña
haya roto en el Parlamento catalán con la Constitución Española y
pretenda independizarse. La unidad de España no solo es mejor que la
ruptura, sino que además esa acción del gobierno catalán olvida los sufrimientos
de los catalanes y de otros españoles en aquella guerra civil, a los
que también contribuyó el intento de separación de entonces. La separación
posible de ahora traerá también dolor y sufrimientos. Cada uno de nosotros
tiene su culpabilidad, pero sin equidistancias: cada uno tiene la suya
según su responsabilidad.
¿No estoy por el diálogo, por conversar, por solucionar el conflicto?
Si estoy doliéndome de lo que sufren las consecuencias de las tomas de
decisión de políticos, ¿cómo voy a ser partidario de rupturas y de acciones
irreversibles que prolonguen el sufrimiento de la gente, tantas veces
mayoría silenciosa? ¿Cómo ha de llegar la solución del conflicto? No
me toca a mí decidirlo. Yo rezaré ardientemente y me felicitaré si
la unidad continúa. También os pido a vosotros que elevéis al Señor oraciones
para este fin.
+Braulio Rodríguez Plaza,
Arzobispo de Toledo
Primado de España
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