La festividad
de Todos los Santos, con la que se inicia el mes de noviembre, es una de
las celebraciones más entrañables de todo el año litúrgico. Por eso
hoy deseo compartir con vosotros alguna reflexión sobre el sentido
de esta fiesta, que es la fiesta de la santidad. La Iglesia Madre muestra
con gozo toda su fecundidad y se alegra por tantos hijos suyos que realizaron
plenamente su vida en esta tierra según el plan de Dios. Nosotros, cada
uno de nosotros, porque somos Iglesia, debemos sentirnos igualmente
esperanzados y dichosos.
El día
de Todos los Santos también es nuestra propia fiesta. Es la celebración
de la santidad anónima, cotidiana, escondida, que se desarrolla en
las actividades normales de la vida personal y de la convivencia social.
Tendemos a pensar que la santidad está reservada a unos pocos, a los
hombres y mujeres que vamos recordando en el santoral a lo largo del
año. Pero la liturgia de esta fiesta nos empuja a ampliar nuestra mirada
y a profundizar nuestra esperanza. Son muchos más los santos no mencionados
en los libros de la liturgia y de la historia. Sus nombres sin embargo
están escritos en el libro de la Vida y sus anhelos han sido acogidos
en el amor infinito de Dios.
Ellos
son para nosotros un modelo y un ejemplo, y a la vez un estímulo y una
garantía. Nos recuerdan y nos hacen presente que la santidad es algo
accesible a todos aquellos que se abren a la gracia de Dios y se sienten
atraídos por el seguimiento de Jesús. Por eso el Vaticano II puso en primer
plano la vocación universal a la santidad: todos los bautizados, cada
uno en su condición de vida, estamos llamados a la santidad. «Todos podemos
ser santos», dice el Papa Francisco, con mucha fuerza, porque «la santidad,
es un don, es el don que nos hace el Señor Jesús, cuando nos toma consigo
y nos reviste de sí mismo, y nos hace como Él». «Y este don se ofrece a todos,
nadie está excluido; se trata de vivir con amor y ofrecer el testimonio
cristiano en las ocupaciones de todos los días; ahí estamos llamados a
convertirnos en santos».
Las lecturas
de esta fiesta iluminan nuestra inteligencia y alientan nuestro corazón.
La primera carta del apóstol san Juan nos recuerda que ya ahora somos
hijos de Dios, aunque no se haya manifestado aún en todo su esplendor.
Vivimos de esa experiencia de filiación y de esa esperanza: en ella
encontramos ánimo para nuestra vida y para nuestro testimonio. Quien
tiene esa esperanza, nos dice la epístola, se vuelve santo como Dios es
santo. La santidad forma parte de lo más sencillo y normal de nuestra
vida cristiana. Por eso los primeros cristianos se designaban a sí mismos
como santos. No lo hacían por orgullo o por superioridad sino porque
se sentían hijos de Dios y vivían de la esperanza y de la alegría que
emanaban de la presencia del Señor Resucitado.
El texto
de las bienaventuranzas, que proclamaremos en el Evangelio nos muestra
los diversos caminos de la santidad que vamos recorriendo cada día,
aunque muchas veces no nos demos cuenta: cuando contribuimos a la paz y
a la reconciliación, cuando afrontamos con confianza y mansedumbre
las dificultades de la vida, cuando vivimos la pobreza y la sobriedad,
cuando somos solidarios y no buscamos sólo el propio interés, cuando
defendemos la justicia y la dignidad de los más vulnerables, cuando
tenemos el corazón transparente para captar el bien y la verdad… Es
esa santidad la que nos identifica con Jesucristo y mantiene la dignidad
del mundo para que no caiga en el caos o en la violencia.
Esta
fiesta de la santidad nos ayuda a comprender y a vivir la comunión de
los santos que expresamos y experimentamos fundamentalmente en la
liturgia: ya desde ahora rezamos y celebramos los sacramentos –especialmente
la Eucaristía– en comunión con todos los que en el cielo alaban la gloria
de Dios. La Iglesia no somos sólo la Iglesia peregrina en este mundo
sino también la Iglesia que ya ha triunfado y goza de la plenitud del
amor de Dios.
La liturgia
presenta la festividad de todos los santos estrechamente unida al
día de los fieles difuntos. Es un día para orar por ellos y expresar de corazón
sentimientos, afectos y recuerdos. Pero también es un día para que nuestra
esperanza se ensanche y nos haga confiar en que nuestros seres queridos
podrán encontrar, por Jesucristo Resucitado, la paz y la felicidad definitivas.
Compartamos,
pues, todos juntos esta fiesta de la santidad y renovemos la alegría
de ser cristianos, llamados todos a ser santos según el modelo que tenemos
en Jesucristo, nuestro Hermano y Señor.
+ Fidel Herráez
Arzobispo de Burgos
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