La Iglesia comienza su año litúrgico bajo el dinamismo de la esperanza.
El Adviento impregna de esperanza nuestra vida. Jesús nos invita a
esperar. Lo hace con imágenes expresivas: «No se os embote la mente
con el vicio, la bebida y los agobios de la vida… Estad siempre despiertos».
Sabe que el hombre puede caer en el sueño espiritual, que conduce a la
muerte de la esperanza en algo que va más allá de lo que le aferra a esta
vida: el vicio, la bebida, los agobios mundanos. Quien deja de esperar
se desespera. La muerte tiene el camino abierto para anidarse en él.
El hombre no puede vivir sin esperanza. Necesita confiar en que la
felicidad puede estar al alcance de la mano. Aspira a un mundo más
justo y fraterno y lucha por conseguirlo, aunque se tope con su propia
impotencia y los límites de los demás. Un mundo sin esperanza es un
mundo inhabitable, inhumano. Pero si lo pensamos bien, en la entraña
de la esperanza está siempre la confianza
en alguien. Alguien que sostiene en la lucha; alguien que asegura
un futuro mejor; alguien en quien se confía el logro de los anhelos profundos.
En realidad, el hombre sólo puede esperar en alguien, no en algo que siempre
será inadecuado a los deseos infinitos del corazón. Bien sabemos que
ningún objeto, por valioso que sea, puede darnos la felicidad. Sólo
alguien adecuado y semejante a nosotros es digno de nuestra confianza
y sostenernos en la esperanza de la felicidad. Sólo el amor sostiene
la esperanza, la acrecienta, la desarrolla en la historia en formas
diversas de realización y plenitud humana.
En la tercera parte de la «Suma contra gentiles», Tomás de Aquino
dice que todas las cosas aspiran a parecerse a Dios. Todo tiende hacia
él, que es como decir: todos los seres le esperan. El Adviento, que simboliza
la esperanza de la humanidad y del cosmos, es la espera de Dios. Esperamos
a Alguien. Dios es el único que puede colmar la esperanza humana, porque,
creados a su imagen, es el único adecuado al hombre. Y detrás de cada esperanza
humana, por pequeña que sea, se esconde el deseo de Dios. Como dice Mauriac:
«El que os pide fuego para un cigarrillo, si esperáis cinco minutos,
os acabará pidiendo a Dios». Hay que tener paciencia para esperar a
que germine en el corazón del hombres esta súplica: «Ven, Señor, no tardes
más». Por eso, reducir el horizonte de la esperanza a lo mundano es
conducir al hombre hacia la desesperanza, porque un cigarrillo, un
placer sexual, un poco más de dinero, una satisfacción sensible —aunque
sea legítima— sólo puede aumentar en el hombre la sed de plenitud. Por
eso, es errónea la imagen que mucha gente se hace de la esperanza cristiana,
al situarla en un futuro, en el que nuestro mundo haya desaparecido.
Como si lo que vivimos aquí, en esta amada tierra, con nuestros seres queridos,
no tuviera continuidad con los nuevos cielos y nueva tierra que esperamos.
Dios quiere colmar ya aquí nuestra esperanza. La venida de su Hijo, en
nuestra carne, el gozo de la Navidad, es ya el cumplimiento de las promesas
de Dios, que quiere habitar entre los hombres para educarnos a vivir según
la forma que alcanzaremos una vez consumada la historia. El mundo
nuevo que esperamos no es algo, según dice Ch. Moeller, «prefabricado
por Dios», que cae sobre nosotros como un aerolito provocando un terrible
apocalipsis. Ese mundo nuevo viene en su Hijo, que asume nuestra condición
humana para transformarla a su imagen de hombre nuevo. La eternidad
entra en el tiempo y nos permite gustar ya aquí lo que un día gozaremos
para siempre libre de toda atadura de imperfección y muerte.
No esperamos algo; esperamos a Alguien. Se llama Dios con nosotros.
Vivamos, pues, siempre despiertos.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
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