lunes, 3 de diciembre de 2018

Es­tad siem­pre des­pier­tos






La Igle­sia co­mien­za su año li­túr­gi­co bajo el di­na­mis­mo de la es­pe­ran­za. El Ad­vien­to im­preg­na de es­pe­ran­za nues­tra vida. Je­sús nos in­vi­ta a es­pe­rar. Lo hace con imá­ge­nes ex­pre­si­vas: «No se os em­bo­te la men­te con el vi­cio, la be­bi­da y los ago­bios de la vida… Es­tad siem­pre des­pier­tos». Sabe que el hom­bre pue­de caer en el sue­ño es­pi­ri­tual, que con­du­ce a la muer­te de la es­pe­ran­za en algo que va más allá de lo que le afe­rra a esta vida: el vi­cio, la be­bi­da, los ago­bios mun­da­nos. Quien deja de es­pe­rar se de­ses­pe­ra. La muer­te tie­ne el ca­mino abier­to para ani­dar­se en él.

El hom­bre no pue­de vi­vir sin es­pe­ran­za. Ne­ce­si­ta con­fiar en que la fe­li­ci­dad pue­de es­tar al al­can­ce de la mano. As­pi­ra a un mun­do más jus­to y fra­terno y lu­cha por con­se­guir­lo, aun­que se tope con su pro­pia im­po­ten­cia y los lí­mi­tes de los de­más. Un mun­do sin es­pe­ran­za es un mun­do in­ha­bi­ta­ble, in­hu­mano. Pero si lo pen­sa­mos bien, en la en­tra­ña de la es­pe­ran­za está siem­pre la con­fian­za en al­guien. Al­guien que sos­tie­ne en la lu­cha; al­guien que ase­gu­ra un fu­tu­ro me­jor; al­guien en quien se con­fía el lo­gro de los an­he­los pro­fun­dos. En reali­dad, el hom­bre sólo pue­de es­pe­rar en al­guien, no en algo que siem­pre será inade­cua­do a los de­seos in­fi­ni­tos del co­ra­zón. Bien sa­be­mos que nin­gún ob­je­to, por va­lio­so que sea, pue­de dar­nos la fe­li­ci­dad. Sólo al­guien ade­cua­do y se­me­jan­te a no­so­tros es digno de nues­tra con­fian­za y sos­te­ner­nos en la es­pe­ran­za de la fe­li­ci­dad. Sólo el amor sos­tie­ne la es­pe­ran­za, la acre­cien­ta, la desa­rro­lla en la his­to­ria en for­mas di­ver­sas de rea­li­za­ción y ple­ni­tud hu­ma­na.

En la ter­ce­ra par­te de la «Suma con­tra gen­ti­les», To­más de Aquino dice que to­das las co­sas as­pi­ran a pa­re­cer­se a Dios. Todo tien­de ha­cia él, que es como de­cir: to­dos los se­res le es­pe­ran. El Ad­vien­to, que sim­bo­li­za la es­pe­ran­za de la hu­ma­ni­dad y del cos­mos, es la es­pe­ra de Dios. Es­pe­ra­mos a Al­guien. Dios es el úni­co que pue­de col­mar la es­pe­ran­za hu­ma­na, por­que, crea­dos a su ima­gen, es el úni­co ade­cua­do al hom­bre. Y de­trás de cada es­pe­ran­za hu­ma­na, por pe­que­ña que sea, se es­con­de el de­seo de Dios. Como dice Mau­riac: «El que os pide fue­go para un ci­ga­rri­llo, si es­pe­ráis cin­co mi­nu­tos, os aca­ba­rá pi­dien­do a Dios». Hay que te­ner pa­cien­cia para es­pe­rar a que ger­mi­ne en el co­ra­zón del hom­bres esta sú­pli­ca: «Ven, Se­ñor, no tar­des más». Por eso, re­du­cir el ho­ri­zon­te de la es­pe­ran­za a lo mun­dano es con­du­cir al hom­bre ha­cia la des­es­pe­ran­za, por­que un ci­ga­rri­llo, un pla­cer se­xual, un poco más de di­ne­ro, una sa­tis­fac­ción sen­si­ble —aun­que sea le­gí­ti­ma— sólo pue­de au­men­tar en el hom­bre la sed de ple­ni­tud. Por eso, es erró­nea la ima­gen que mu­cha gen­te se hace de la es­pe­ran­za cris­tia­na, al si­tuar­la en un fu­tu­ro, en el que nues­tro mun­do haya des­a­pa­re­ci­do. Como si lo que vi­vi­mos aquí, en esta ama­da tie­rra, con nues­tros se­res que­ri­dos, no tu­vie­ra con­ti­nui­dad con los nue­vos cie­los y nue­va tie­rra que es­pe­ra­mos. Dios quie­re col­mar ya aquí nues­tra es­pe­ran­za. La ve­ni­da de su Hijo, en nues­tra car­ne, el gozo de la Na­vi­dad, es ya el cum­pli­mien­to de las pro­me­sas de Dios, que quie­re ha­bi­tar en­tre los hom­bres para edu­car­nos a vi­vir se­gún la for­ma que al­can­za­re­mos una vez con­su­ma­da la his­to­ria. El mun­do nue­vo que es­pe­ra­mos no es algo, se­gún dice Ch. Moe­ller, «pre­fa­bri­ca­do por Dios», que cae so­bre no­so­tros como un ae­ro­li­to pro­vo­can­do un te­rri­ble apo­ca­lip­sis. Ese mun­do nue­vo vie­ne en su Hijo, que asu­me nues­tra con­di­ción hu­ma­na para trans­for­mar­la a su ima­gen de hom­bre nue­vo. La eter­ni­dad en­tra en el tiem­po y nos per­mi­te gus­tar ya aquí lo que un día go­za­re­mos para siem­pre li­bre de toda ata­du­ra de im­per­fec­ción y muer­te.

No es­pe­ra­mos algo; es­pe­ra­mos a Al­guien. Se lla­ma Dios con no­so­tros. Vi­va­mos, pues, siem­pre des­pier­tos.

+ Cé­sar Fran­co
Obis­po de Se­go­via.


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