sábado, 1 de diciembre de 2018

I Domingo de Adviento. Ciclo C




la esperanza cristiana.

        La Historia de la salvación es una historia de esperanza. Después del pecado de Adán, Dios hace la primera promesa de una victoria sobre el mundo del mal (Gén 3,14-15). Más adelante se la concreta a Abraham prometiéndole una bendición especial a sus descendientes (Gén 12,1-3) y siglos más tarde le especifica a David que todo esto vendrá a través de un enviado, ungido especial que enviará, el Mesías (2 Sam 7). Todo el AT es espera de la llegada del Mesías con poder y gloria que trae la salvación. Vino y empezó a cumplirse la promesa, pero no vino en gloria sino en la pobreza y debilidad. Su venida tuvo carácter de siembra de una cosecha, que ya está creciendo, pero todavía no ha llegado a su plenitud. Esta llegará con la segunda venida de Jesús, que será en gloria para recoger la cosecha. Entonces se cumplirán plenamente todas las esperanzas.
 
        El cristiano vive su participación en la Historia de la salvación inmersa en estas esperas. La vida cristiana es esperar. El tiempo de Adviento invita a tomar conciencia de estas tres venidas, agradeciendo la primera y preparándose para la tercera viviendo con seriedad la segunda, el tiempo presente en que la semilla del reino está sembrada en nuestro corazón y tenemos que corresponder cooperando para que Jesús esté cada vez más presente en nuestra vida. El cristiano espera el futuro de la salvación acogiendo a Jesús en el presente, configurándose cada día más con Cristo.

        Las lecturas de hoy evocan estas venidas. La primera lectura recuerda la promesa hecha a David de un rey mesías, promesa que empezó a cumplirse con la primera venida de Jesús en Belén. El Evangelio nos habla de la venida final en que Jesús vendrá con gloria para recoger la cosecha, concediéndonos la salvación plena, que implica liberación de todo tipo de males físicos y morales, viviendo plenamente felices en comunión con Dios uno y trino y con todos los santos. Esta meta nos exige vivir en vela sin dejarnos adormecer por el egoísmo ni por ningún tipo de vicios. La segunda nos asegura la ayuda de Jesús resucitado en el presente para ir configurándonos con él preparándonos así para el final. El salmo responsorial  pone en nuestros labios una petición de ayuda.

        El ser humano es un ser hecho para esperar. De pequeño esperamos ser mayores, esperamos terminar los estudios, esperamos tener un trabajo, esperamos tener una familia, esperamos educar y colocar a los hijos, en la vejez esperamos la muerte. ¿Y después de la muerte? Aquí termina la esperanza humana y aquí empieza la cristiana, que nos dice que después esperamos la resurrección y el gozo eterno con Cristo. Para ello es necesario vivir todo el proceso anterior unidos a Jesús, que prometió   «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá;  y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,25-26).

        Toda esperanza necesita un apoyo. Nuestro apoyo es la palabra de Dios, palabra eficaz que promete, garantiza y realiza el futuro. Y esta palabra se nos ha dado de forma concreta en Jesús, la Palabra hecha carne, garantía de las promesas de Dios amor. Los cristianos por el bautismo estamos unidos a Cristo resucitado y él nunca nos dejará hasta llevarnos con él en su parusía. Así lo ha prometido: «Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,39-40).

¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Para qué nacemos? Un niño pequeño, en la edad de los porqués, después de la primera experiencia de un muerto en la familia,  preguntaba: “Mamá, si tenemos que morir, ¿para qué nacemos?” Es la pregunta que ha preocupado de siempre a la humanidad con múltiples respuestas. La fe cristiana nos dice que en el plan de Dios hemos venido a la existencia para gozar de su felicidad eternamente. Los cristianos tenemos una vida con sentido y con una esperanza, que se debe traducir en paciencia para soportar todas las pruebas de la vida cristiana y los trabajos por un mundo mejor, como Dios quiere.

        Celebrar la Eucaristía es celebrar la esperanza porque es presencia del que vino, murió y resucitó y garantía de su venida futura. Y para que podamos vivir unidos y creciendo en él nos ha dejado la Eucaristía como alimento: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54).

Dr.  Antonio Rodríguez Carmona



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