Ni los profetas, que habían sido vencidos; ni los doctores,
que nada habían adelantado; ni la Ley, que carecía de la fuerza suficiente; ni
los frustrados intentos de los ángeles; ni la voluntad de los hombres, reacia a
practicar lo que es bueno: para levantar la naturaleza caída, hubo de venir su
mismo Creador.
Y vino, no con la manifestación externa de su condición
divina: precedido de un gran clamor, con el ensordecedor estruendo del trueno,
rodeado de nubes y mostrando un fuego terrible; ni con sonido de trompetas,
como antiguamente se había aparecido a los judíos, infundiéndoles terror;
tampoco usó de insignias imperiales, ni se presentó con una corte de
arcángeles: no deseaba atemorizar al desertor de sus leyes.
El Señor de todas las cosas apareció en forma de siervo,
revestido de pobreza para que la presa no se le escapase espantada. Nació en
una ciudad que no era ilustre en el Imperio, escogió una obscura aldea para ver
la luz, fue alumbrado por una humilde virgen, asumiendo la indigencia más
absoluta, para lograr, en silencio, al modo de un cazador, apresar a los
hombres y así salvarles….
No existiendo un lecho donde se le reclinase, el Señor fue colocado en un comedero de animales, y la carencia de las cosas más indispensables se convirtió en la prueba más verosímil de las antiguas profecías- Fue puesto en un pesebre para indicar expresamente que venía para ser alimento, ofrecido a todos, sin excepción. El Verbo, el Hijo de Dios, al vivir en pobreza y yacer en ese lugar, atrajo hacia Sí a los ricos y los pobres, a los sabios y a los ignorantes.
(Teodoto de Ancira, Homilía I en la Navidad del Señor)
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