Un gran sol se ha recogido y escondido en
una nube espléndida. Una adolescente ha llegado a ser la Madre de Aquél que ha creado al hombre y al
mundo.
Ella llevaba un niño, lo acariciaba, lo
abrazaba, lo mimaba con las más hermosas palabras y lo adoraba diciéndole: Maestro
mío, dime que te abrace.
Ya que eres mi Hijo, te
acunaré con mis canciones;
soy tu Madre, pero te honraré. Hijo mío, te he engendrado, pero Tú eres más
antiguo que yo; Señor mío, te he llevado en el seno, pero Tú me sostienes en
pie.
Mi
mente está turbada por el temor, concédeme la fuerza para
alabarte .No
sé explicar cómo estás callado, cuando sé que en Ti retumban los truenos.
Has
nacido de mí como un pequeño,
pero eres fuerte como un gigante; eres el Admirable, como te llamó Isaías
cuando profetizó sobre Ti.
He aquí que todo Tú estás
conmigo,
y sin embargo estás enteramente escondido en tu Padre. Las alturas del cielo
están llenas de tu majestad, y no obstante mi seno no ha sido demasiado pequeño
para Ti. Tu Casa está en mí y en los cielos. Te alabaré con los
cielos. Las criaturas celestes me miran con admiración y me llaman Bendita. Que
me sostenga el cielo con su abrazo, porque yo he sido más honrada que él.
El cielo, en efecto, no ha sido tu madre;
pero lo hiciste tu trono. ¡Cuánto más venerada es la Madre del Rey que su trono!
Te bendeciré, Señor, porque has
querido que fuese tu Madre;
te celebraré con hermosas canciones.
(San Efrén de Siria. Himno, 18)
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